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La Veta la Palma

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18 sep 2023 / 13:29 h - Actualizado: 18 sep 2023 / 13:32 h.
  • Veta La Palma
    Veta La Palma

Por ese nombre conocí a los doce años la finca Veta de la Palma, el lugar más enigmático y maravilloso de la tierra a ojos de un muchacho de esa edad.

La Veta pertenecía entonces a una sociedad “Agropecuarias del Guadalquivir” propiedad de una familia de oriundos argentinos, y el administrador plenipotenciario de esa extensión de once mil hectáreas de marisma, era mi tío Leopoldo Escacena. Un hombre de campo inteligente y sagaz que cuidaba y trataba de rentabilizar una propiedad que además de armajos de marisma, coto de caza de patos y soporte de algún ganado retinto en extensivo, poco más daba en términos de rentabilidad. No obstante, en mi temprana adolescencia, aquel paisaje de solo tierra llana, agua y cielo, fijo imágenes en mi cabeza, de las que evocamos cuando queremos transportarnos a un nirvana en una noche de insomnio.

Mi tío solía recogerme a las cinco de la mañana en Triana donde yo vivía. Con las legañas pegadas me subía a su coche, y al besarlo, su aroma a loción de afeitado me despertaba. Me daba su libreta de gusanillo, donde tenía apuntados los recados que debía hacer camino de la Veta. Recónditos comercios de pueblo en Coria, Puebla y Villafranco (así se llamaba Isla Mayor en aquella época) estaban abiertos a esas horas y mi tío iba recogiendo aquí una montura arreglada a un guarnicionero, alli una reja soldada a un herrero, o un cartón de huevos para mi tía Pepita, su mujer, y yo tachaba en la libreta los hitos cumplimentados.

En la Venta del Cruce, se daba un respiro y desayunábamos: me endilgaba una tostada con aceite y ajo como el mapa de España, un café en una jarra de peltre y una copa de coñac. “¿De coñac tito? Si hijo tomate esto que es bueno para calentar el pecho que hasta almuerzo aun queda mucho, pero no le digas a mi hermana que te lo doy”. Y me hacía un hombre en una frase.

Al pasar Villafranco, el asfalto se acababa y él, que no era amante de volante, se cambiaba de asiento me daba los mandos del Land Rover y me permitía conducir sin carnet por 15 kilómetros de carril, hasta llegar a la Veta, por las tablas de arroz, entre ánsares y patos reales. ¿Les va gustando, verdad?

Allí en la Veta habitaba la naturaleza cruda. Una extensión de marisma, secarral en verano y laguna inmensa en invierno. La cuidaba como encargado Pepe Bejarano -de la dinastía cigarrera de los “Avispa”- con su caballo “Campeón” y su suegro Josefito, que montaba al “Abanero” y me enseñó a limpiarme con yerba o con una piedra, tras un apretón de vientre. La casa no tenía electricidad ni agua corriente: velas y pozo. Pasaba alli Semanas Santas bregando con el ganado a caballo, vacunando o destetando becerros retintos, que mi tío llevaba desde otros lugares, y aprendiendo de su sapiencia infinita. Al año de sufrir y parir en ese mundo agreste, una vaca que yo mismo había ayudado a descargar tirando de un cabestro, se te arrancaba a 20 metros si te acercabas a ella a caballo.

A mis quince años, ya mi tío miraba para otro lado si Josefito me daba un “Celtas” (déselo usted de los emboquillados) era lo único que le susurraba. Y me dejaba a mi libre albedrio junto con mis primos, que vivían la misma aventura que yo.

Orientarte en esa inmensidad plana era tarea de navegantes. De pronto, saltaba una liebre que mataban los galgos y mi primo Leopldo desollaba in situ, o en el horizonte, se veía el puente de mando y la chimenea de un mercante que subía o bajaba el Guadalquivir mientras llevábamos un semental de Santa Gertrudis entre tres vaqueros y servidor a cubrir vacas a un cerrado lejano.

Ahora la Junta quiere adosar a Doñana -no se si por compra o expropiación- mi paraíso. Un paraíso a otro paraíso. Ha llovido mucho desde mis felicidades de adolescente en la Veta, pero solo tengo que cerrar los ojos y volver a verme arreando vacas, lanzando voces e insultos como venablos, que hacían sonreír a los vaqueros de verdad, que veían como el niño fino que estudiaba en Claret, alli se transformaba en un hombretón de campo, o lo intentaba. Jamás podré agradecer a mi tío Leopoldo, el gozo de aquellos tiempos.


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