Las buenas costumbres

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
06 dic 2022 / 09:48 h - Actualizado: 06 dic 2022 / 09:50 h.
"La Tostá"
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Recuerdo cuando por estas fechas, en el proemio de la Navidad, solían llamarse los amigos para regalarse cosas. Por ejemplo, te llamaba alguien del pueblo para decirte que te iba a llevar una garrafa de aceitunas o una cántara de aceite de manzanilla, y te alegraba el día. Hace muchos años, décadas ya, un paisano de Arahal me trajo a casa aceite para todo el año. No un aceite cualquiera, sino del que hacen en una cooperativa local de la carretera de El Coronil, de manzanilla, que es el mejor del mundo. Echas un poco en un plato, coges un bollo calentito y tienes energía para todo el día. Echo de menos esos detalles, pero no por tener aceite de calidad gratis, sino porque te unen al pueblo, cada vez más lejos. Cuando mi tío Antonio Bohórquez Ponce venía a Palomares del Río, en los sesenta, siempre nos traía aceitunas prietas, morcilla de hígado, empanadillas y un monedero lleno de duros de los de Franco. ¡Lo queríamos con locura! Era como si nos trajera un puñado de albero de la Plaza de la Corredera, una ramita de olivo de la Huerta de las Monjas o el fresquito de la terraza de Los Tres Gatos. Se están perdiendo las buenas costumbres, y es una lástima. Uno no se siente de su pueblo porque haya en la parroquia o el Juzgado un papel que lo certifique, sino por el cariño de tus paisanos. No me cuesta ningún esfuerzo comprar aceitunas o rebuscarlas y aliñarlas yo mismo, algo que hago casi todos los años. Pero están más buenas si te las trae a casa un paisano de esos de gorra campera que te parten la espalda de un abrazo. Esos que te estrujan la mano cuando te saludan o que te traen siempre noticias del pueblo, unas tristes y otras alegres. Lo de menos son las aceitunas o la morcilla de La Perejila, sino ese abrazo o el estrujón de manos que hace que se te salten las lágrimas. Estoy convencido de que cuando alguien se va del pueblo a la capital y triunfa, en lo que sea, es como si desertara del alma del pueblo. No es que no te lo perdonen, pero a veces lo consideran como una traición. Cuando abandoné Palomares, y no fue por decisión mía, ninguno de mis amigos de la infancia fue jamás a verme a Sevilla, que recuerde. No digo yo a llevarme naranjas o pajaritos, sino a preguntarme si era feliz lejos de las huertas, los olivos de San Francisco o el pino de Mampela. El mundo se está deshumanizando a una velocidad de vértigo y no hay vuelta atrás. Nos estamos abandonando los unos a los otros, convirtiéndonos en extraños de nosotros mismos y alejándonos de las raíces. Con lo buenas que están unas aceitunas del pueblo y la faltita que nos hace a veces uno de esos abrazos que te parten el esternón.