La Tostá

Las madres y el cante flamenco

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
21 abr 2021 / 09:45 h - Actualizado: 21 abr 2021 / 09:00 h.
"La Tostá"
  • Las madres y el cante flamenco

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Las feminijondas –feministas flamencas–, hablan y no paran del papel de la mujer en el flamenco y algunas han montado el chiringuito. Pero aún no he escuchado a ninguna hablar del papel de las madres en la formación de los cantaores. El Chocolate me dijo un día en la Cafetería América, en la Plaza del Duque, que cuando él era un niño, o sea, en los años treinta del pasado siglo, las madres gitanas eran fundamentales a la hora de transmitir el cante a sus hijos y no se refería solo a la nana, sino a cómo mientras los maridos llegaban del campo o la fragua y se iban a las tabernas, donde no iban los niños, las madres cantiñeaban mientras hacían las faenas de la casa.

Mi madre tenía una voz preciosa y no cantaba mal las milongas de la posguerra, emulando a la Niña de la Puebla, Manolo Fregenal, Valderrama o Marchena. Cuando en casa ni siquiera teníamos tocadiscos, la poca música que había era la voz almibarada de mi madre, que sonaba a veces mientras cosía sentada en una silla baja, de aneas, en el corral.

Mi abuelo no cantaba, era algo malaje para el cante, a pesar de apellidarse Peña y de ser de Arahal, un pueblo de tradición cantaora. Mi madre no solía cantar mucho, porque era una mujer a la que la vida le había dado pocos motivos para cantar. Pero cuando lo hacía no echaba las penas por la garganta, sino arrope puro. Cantaba un fandango de Fregenal, por lo bajini, y me conmovía su cante de tal manera que llegaba hasta llorar.

Cuando, viviendo ya en Sevilla, empezaba a querer ser cantaor había que cantar al estilo de Mairena, Fosforito o Chocolate, antes de que formaran el lío Lebrijano, la Paquera, Morente, Menese y Camarón. Algunos aficionados puristas llamaban “mariconadas” al cante bonito, que es el que escuchaba de niño sentado en las rodillas de mi madre mientras me dormía en sus brazos o hacía calcetas en el corral o la puerta de la calle.

Un día, ya veinteañero, me dieron un disco de vinilo, de 45 revoluciones, del Niño de la Huerta, con su célebre Romería loreña en una cara y unos fandangos en la otra (Ay, viva Lora del Río/ viva el vino y las mujeres), y lloré como un niño al escucharlo, porque en esos cantes, en aquella voz de miel, estaba mi madre, su sonido gutural bonito y limpio. O sea, mi escuela de cante, la que me transmitió mi ellade niño sin ninguna pretensión, de manera natural.

Supongo que les pasaría igual a Camarón con su madre, Juana Cruz, y al Lebrijano con la suya, María Fernández La Perrata. Amamantados por el cante más natural y auténtico, que es el de las madres andaluzas, gitanas o no. A ver si se van enterando quienes han descubierto al fin que el cante jondo es eso que te pega tu madre cuando te pare.