Pareja de escoltas

Las manos del alfayate

Image
16 feb 2019 / 10:35 h - Actualizado: 16 feb 2019 / 10:38 h.
"Pareja de escoltas"
  • Fernando Rodríguez Ávila en su sastrería.
    Fernando Rodríguez Ávila en su sastrería.

Son las mismas manos que cortaron los trajes de ‘sediarii’ del Silencio; las vestiduras de los pajes de la Quinta Angustia; las libreas de San Pedro -así le gustaba llamar a su hermandad del Cristo de Burgos- o las que reservan la cruz de guía y el paso de la Soledad de San Lorenzo. Pero el obrador de la calle Sauceda también ha visto salir mucetas académicas, ropajes diplomáticos y hasta los fastuosos uniformes de paño grana y guarnición de plata de la Real Maestranza de Caballería. Hubo un encargo –unas pequeñas libreas- que se hizo esperar por un inoportuno desprendimiento de retina que estuvo a punto de jugarle una mala pasada. La hermandad del Gran Poder supo aguardar el definitivo restablecimiento de sastre, que se había encomendado al Señor de San Lorenzo para que le dejara seguir haciendo lo que siempre ha hecho; lo que hacía tan bien...

Lo contaba Fernando Rodríguez Ávila, hace ya algunos años, para la revista Más Pasión. Sastre de quinta generación -el primero comenzó su actividad en 1887 en Asturias- heredó de sus mayores los secretos del oficio y un antiguo juego de reglas y plantillas de carey que certificaban su linaje añoso de alfayate de Sevilla.

Fernando era hermano antiguo del Cristo de Burgos; pertenecía también a la nómina fundacional de Santa Marta, apuntado por el viejo Manuel Otero, en la que figuraba con número bajísimo. Fue su suegro, el bodeguero Francisco Galisteo, el que le llevó de la mano a la Soledad de San Lorenzo aunque el metro y el jaboncillo sólo podían conducirle a ocupar un lugar destacado en la primitiva hermandad de los Sastres de San Idelfonso, que ha abrigado con su pendón venerable el último viaje del alfayate. Esa desconocida Virgen de los Reyes era una de las devociones de este sevillano comprometido que se aferraba a Semanas Santas de otro tiempo en las que tocaba la cantonera de la cruz del Cristo de Burgos desde el balcón de su casa.

El crucificado manierista del Miércoles Santo, precisamente, le vio vestir la túnica nazarena por última vez. Lo hizo por promesa, encomendando al Cristo de su vida la curación de uno de sus nietos. Hace un lustro saludó su maestría con la concesión de la Medalla de Oro de la Ciudad. El alfayate hubiera preferido entonces que fuera para su antiquísima hermandad de los Sastres. La presea fue un regalo para su familia; para todos los que le quieren bien; para los que, más allá de los suyos, añoran ya ese retrato de bonhomía, señorío y clase. Descanse en paz.