En alguna ocasión sentí la necesidad de quedar bien con todos. Era una extraña sensación, algo parecido a participar a diario en un concurso de simpatía, de empatía y de sonrisa perpetua. Pero con los años aprendí que eso era, sencillamente, imposible, que hay que pensar en uno mismo y que traicionar las ideas más arraigadas de las que se dispone es pisotear lo que eres.
Escribo lo que creo que tengo que escribir. Tengo la gran suerte de publicar en un medio de comunicación en el que la libertad de opinión es sagrada y no pienso decir nada de lo que no esté convencido, nada que provoque daños gratuitos o irreparables.
El problema actual con el que se encuentra alguien que se expone en público a un buen número de personas es que ve cómo se agrupan en un lado unos y justo enfrente los otros, esperando que un pequeño motivo de discusión desate una guerra a muerte en el que, afortunadamente, las palabras son el armamento único. Dicho así, queda hasta poético. Sin embargo de la palabra a la bala hay un tránsito muy pequeño y muy accesible. Cuidado con estas cosas.
Hoy, digas lo que digas, te genera un pequeño problema porque, curiosamente, los lectores se acercan a tu opinión con una sola intención: escuchar o leer lo que quieren escuchar o leer. La falta de criterio, la falta de sentido crítico y una ceguera impuesta desde algunos medios de comunicación convertidos en panfletos, hace impermeable la consciencia del individuo. No son pocos los que critican que otros son unos borregos sin saber que ellos lo son también.
En cualquier caso, tengo la fortuna de poder expresar mi opinión con libertad y el privilegio de hacerlo en El Correo de Andalucía. Y no pienso plegarme a lo que quieran leer algunos y así garantizar un buen número de visitas y aplausos en las redes sociales. Me va mejor dormir a pierna suelta cada noche sin tener que pensar si estuvo bien decir esto o aquello sin tenerlo claro.