Que la palabra libertad empiece a significar, veladamente, sinvergonzonería es para que a quienes la usan tan en vano se les caiga la cara de vergüenza. Pero no caerá esa breva. A muchos, al menos, nos da vergüenza ajena.
Libertad debería ser poder elegir entre la variedad de opciones, mejores y peores, y no todas igualmente mediocres. Libertad debería ser actuar en consecuencia, responsablemente, después de un año largo de privaciones, de encierro, de estar rodeados por la muerte, porque si no se te ha muerto alguien muy cercano, seguro que se le ha muerto alguien muy próximo a alguien que es muy cercano a quien para ti es como de la familia.
Libertad es recordar ahora, libremente, aquellas tardes de aplausos en los balcones porque admirábamos a los sanitarios que estaban en primera fila batallando contra el bicho.
Libertad es imaginar un futuro mejor en el que, superada la pandemia y todos vacunados, hubiéramos aprendido las lecciones fundamentales que siempre lleva aparejadas el sufrimiento.
Libertad sería ser conscientes ahora de que la libertad no consiste en irte de cañas porque no puedes aspirar a otra cosa mejor. Libertad es tener la consciencia suficiente como para pararle los pies a quien te vende libertad como camuflaje de irresponsabilidad, como un emblema envenenado que anime a los libertinos a ser más esclavos de lo que ya lo eran.
Libertad es tener la vergüenza torera de deseársela a todo el mundo, la vergüenza y la libertad, digo, el convencimiento de que todos merecemos ser libres, sí, pero antes que nada merecemos seguir viviendo, a pesar de que los eslóganes que triunfan te quieran libre para hacer lo que te dé la gana, incluso lo que no debes, porque son solo eso, eslóganes a los que, una vez cumplido su cometido, les importa un comino tu libertad, porque, al fin y al cabo -dirán quienes olvidaron valores tan elevados- quién quiere ser libre pudiendo, simplemente, montárselo guay.