Estuve en Islandia de vacaciones. Aunque la belleza de los paisajes es inmensa, lo más destacable ocurrió después de un trekking a la Montaña Rosa en Landmannalaugar. Después de horas de subida por entre rocas volcánicas y bajadas entre géiseres, al llegar al campamento base nos metimos en un pequeño lago de aguas termales. Mi cuerpo, en el agua calentita, se sintió totalmente recompensado del esfuerzo (soy un urbanita -orgulloso de serlo- de 58 años). Se juntaron en ese momento cuestiones psicológicas como la satisfacción de haber conseguido coronar esa cima (sin calzado ni ropa adecuada: ¡la publicidad decía «excursión», no trekking ni caminata!) más las sensaciones físicas de mi cuerpo en esa agua límpida y transparente sobre un lecho de piedras jóvenes y su calor a una perfecta temperatura que me abrigaba y relajaba y concertaba con la naturaleza toda. Y entonces, para tener mi cuello bajo el agua caliente, mis ojos tuvieron que mirar al cielo durante un largo rato y las nubes eran de algodón y el cielo era de un celeste de dibujos animados y por todas partes sentía cosas maravillosas. Entonces, de tanta felicidad que sentía tuve dos pensamientos: el primero fue de agradecimiento a mi cuerpecito que siendo bastante vulgar, nada del otro mundo (un calvo con barriguita y algo chepado, con nariz rota y gafas), me había permitido llegar a los 58 años sano (sin pastillas) y con capacidad para viajar a Islandia y subir esa montaña y aprovechar la vida. Y el segundo pensamiento fue de agradecimiento a mis padres -que ya no están- por haberme dado la vida. Miré a las nubes y les di las gracias: «Gracias, papá; gracias, mamá, por haberme hecho vivir. La vida está siendo una experiencia maravillosa». También pensé (esperé, deseé) que mi hijo algún día llegue a ser consciente de que mereció la pena vivir.
Mi compañero de viaje, que chapoteaba ajeno a mis pensamientos a mi lado, me expresó también lo a gusto y feliz que se sentía. Entonces le dije lo que pasaba por mi cabeza: «Yo, si tuviera mis padres vivos como tú, les mandaría un mensaje para decirles lo agradecido que estoy de que me hayan hecho nacer». Y el tipo, mi amigo, que tenía en la mano el móvil para hacernos fotos en ese agua, ni corto ni perezoso pulsó el botón de grabar audios del WhatsApp y en voz alta y ante todos los guiris que nos rodeaban en aquella charca geotermal y una señora catalana, dictó a sus padres: «Queridos papá y mamá, estoy en un pequeño lago de aguas calientes en medio de la naturaleza de Islandia, después de subir una increíble montaña de colores y quiero deciros que estoy muy contento de que me hayáis dado la vida. Os quiero mucho». Y el audio se envió a más de tres mil kilómetros de distancia con ese mensaje que cualquier padre y madre del mundo desearía oír alguna vez. Yo amé a mi amigo más que nunca.
Epílogo. La señora catalana que estaba a nuestro lado, nos oyó y nos preguntó: «¿De dónde sois?». «Andaluces, señora, de Sevilla y Málaga», le dijimos. Y pareció quedarse decepcionada. No debió de recordar que éramos de la tierra de Séneca, Góngora, Bécquer, Machado, Juan Ramón, García Lorca y Zambrano. Ya quisiera ella que alguna vez un hijo suyo le mandara un mensaje como ese...
Landmannalaugar. / El Correo