Los dioses iberos

En el caso español, la lucha por la posesión de la bendición divina se dio entre dos religiones que tienen por Ser Supremo a la misma divinidad

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10 jun 2018 / 23:14 h - Actualizado: 10 jun 2018 / 23:15 h.
"La memoria del olvido"
  • Netón, el dios hispánico de la guerra y señor del rayo.
    Netón, el dios hispánico de la guerra y señor del rayo.

De los siglos de enfrentamientos en las tierras de los cinco continentes no nacieron únicamente fronteras territoriales; también otras espirituales con poderes protectores supremos fuertemente arraigados en el sentimiento que acompañaron a la humanidad en su devenir desde cuando la tribu era la forma de organización más alta hasta mucho después de que se abriera paso el concepto de nación. En cada lugar Dios aparecía con características particulares y rodeado de santos considerados como propios.

Francia siempre tuvo con ella a San Miguel, consejero de Juana de Arco, los ingleses a San Jorge, Venecia era protegida por San Marcos, los checos, polacos y daneses por reyes propios subidos a los altares... En Europa, ni siquiera la aparición del protestantismo pudo frenar esta tendencia por la que cada una de sus naciones –creyentes todas en el mismo Dios– se adjudicaba la protección de algún intermediario celestial y, además, traspasaba la cuestión a cada uno de los enclaves geográficos y sentimentales que la componían. Así apareció una legión de santos, santas vírgenes venerados no por su cercanía con Dios o por el ejemplo que hubieran dado con sus vidas sino sólo por ser símbolos de un territorio determinado. De la pugna entre ellos, de vez en cuando, se dieron situaciones que rozarían lo chusco si algunas de ellas no hubieran derivado en cruentas e inacabables reyertas.

Por ejemplo, la pugna entre dos pueblos vecinos, uno riojano y otro vasco, llevó a que la figura de Santo Domingo –el fundador de los dominicos– evolucionara hasta convertirse en dos santos distintos que, por supuesto, protegen cada uno de ellos a una población sobre todo contra la otra (ese mismo caso también se da con santos islámicos en poblaciones marroquíes e, incluso, en la ciudad de Túnez, San Luis rey de Francia, enterrado allí desde el siglo XIII junto a la antigua ciudad de Cartago, llegó a transformarse en el santo musulmán que había vencido al monarca francés lógicamente convirtiéndose así en héroe popular tunecino).

El caso español, como en tantas otras cosas, fue diferente; aunque también hubiera un santo protector –Santiago el Mayor que, según la leyenda, había sido enterrado en el finisterre de Galicia– sobre los territorios hispánicos la lucha por la posesión de la bendición divina se dio, principalmente, entre dos religiones que, aunque tenían –y tienen– por Ser Supremo a la misma divinidad, en la práctica, ésta aparecería –y aparece– para los apologistas de ambos lados como si de dos dioses distintos se tratara a pesar de que Alá, no sea sino la simple traducción de la palabra Dios al árabe (todos los cristianos que hablan esa lengua, como los maronitas, dicen «creo en Alá Padre, en Alá Hijo y en Alá Espíritu Santo» cuando rezan el credo), es a fin de cuentas otra divinidad.

El dios ibero, por ponerle los perfiles de los que lo dotó Antonio Machado, seguramente fue en un principio copia del que se había formado en otros territorios de Centroeuropa; después, cuando se convirtió en el del estandarte enarbolado por Santiago en las algaras de la Reconquista, devino un calco de Yahweh Sebahot, el Dios de los ejércitos de la mitología judía, cantado en el Sanctus de la misa anterior al Concilio Vaticano II. Sobre su imagen se formó, se expandió y entró en decadencia el imperio español. La invasión napoleónica y las ideas de la Revolución Francesa lo transformaron en el hacedor de la España eterna, forjadora de principios inmutables pero, cuando la Historia, contradiciendo esa teoría, dejó al viejo solar español aislado y sin ninguna de sus colonias, la imagen del dios ibero cayó de su pedestal y se partió en varios pedazos: uno de ellos fue a parar al País Vasco, otro a Cataluña..., mientras los nostálgicos del caído imperio se negaban a reconocer el destrozo y también intentaban recomponer los fragmentos.

Así surgieron los dioses iberos modernos: el catalán, el vasco y el panespañol. Los tres tenían su portal de Belén en el mismo punto –la Reconquista– e idénticas características, los tres buscaban conferir eternidad a los respectivos territorios a los que kos habían hecho pertenecer, los tres eran adorados porque sus adoradores pensaban que eso los ponía por encima de los otros. A sus respectivas sombras se cerró en el Península Ibérica el siglo XIX y transcurrió enteramente el XX.

Ahora, por primera vez en la Historia reciente de España un presidente del gobierno español y las mujeres y hombres de su órgano ejecutivo prometían el cargo sin recurrir a mediaciones religiosas de ningún tipo mientras los miembros del Govern de la Generalitat y los responsables de otras altas instancias catalanas se han rodeado de símbolos sacros con connotaciones de pertenencia a aquel territorio y aparecen con frecuencia, por no decir consuetudinariamente, ante y bajo ellos algo que puede parecer de importancia muy relativa pero que, a mi juicio, tiene mucha. En primer lugar porque en un pis pas el mundo ha dado la vuelta: hasta ayer como quien dice, Cataluña era laica –o sea, moderna– mientras España seguía lastrada por el pasado. En segundo, porque con eso queda claro que, efectivamente, la Historia no está escrita. Y, en tercero, porque aparece como algo meridiano que el tribalismo ancestral no sólo no han desaparecido sino que reaparece donde y cuando menos se lo espera.