Se ha dicho siempre que el flamenco es el resultado musical, poético y dancístico de un pueblo que ha sufrido. O sea, el pueblo gitano. Esto se asegura de una manera categórica desde hace siglo y medio, pero no estoy muy de acuerdo, lo digo y por eso me tildan a veces de racista, cuando llevo toda mi vida investigando a los artistas, la mayoría de ellos de la etnia gitana. El flamenco no es un arte gitano, se pongan como se pongan los gitanistas. Es un arte andaluz en cuya génesis fue fundamental la aportación de los gitanos. Hasta el punto de que no se podría concebir sin ellos. Me refiero a la aportación de los gitanos andaluces, claro.
Me hacía mucha gracia cuando Antonio Mairena se refería a los payos como andaluces, en tono despectivo. “Que creen ellos, los andaluces”, dijo una vez algo furibundo en la casa de un americano. Los gitanos son también andaluces. Esto es, los bisabuelos de Manuel Cagancho (1846-1913), Juan de Flores y María de Rojas, eran sevillanos y seguramente lo serían también sus abuelos. Cagancho, el herrero seguiriyero de la Cava de Triana, era tan andaluz como Silverio, que no era gitano pero que fue el rey del cante y también un seguiriyero monumental. Tan grande que hasta los mismísimos gitanos lo adoraron. Maestros tan notables en el cante como Enrique Ortega Feria El Gordo, Curro Dulce, Manuel Molina, el Loco Mateo, Antonio Cagancho o Juan Junquera.
No entiendo, pues, esa división de Mairena entre cante gitano y cante andaluz. O sea, como a él le gustaba llamar al cante jondo: cante gitano-andaluz o de los gitanos andaluces. Lo correcto sería llamarlo cante andaluz, a secas, porque abarca a todos los andaluces, gitanos y no gitanos. Cuando los gitanos andaluces piden que la Junta de Andalucía reconozca de manera oficial su aportación a la creación del flamenco, algo que no hace ninguna falta, están en su derecho, como estarían también en su derecho si lo pidieran los gaditanos o los extremeños, gitanos o no. Los alcalareños podrían pedir también que se les reconozca como creadores de unos determinados tipos de soleares, los que llamamos cantes de Alcalá de los Panaderos. Y los alosneros podrían reclamar que se les reconociera la creación de sus fandangos.
El Planeta (Cádiz, 1790-Málaga, 1856), era gitano, pero por encima de eso era de Cádiz. O sea, andaluz de pura cepa. Sus padres eran de la Tacita y lo serían también sus abuelos y bisabuelos. Cuando el Planeta vino al mundo, su familia llevaba más de dos siglos en Cádiz. Y no es que este cantaor sufriera mucho, porque primero se hizo un herrero de postín y luego, cuando se casó con la gaditana María de Vara Gallardo (1808), un carnicero adinerado que se afincó en Málaga en 1837, cargado de hijos gaditanos. El Planeta vivió hasta su muerte en la céntrica calle San Juan, 1, con criados y la billetera siempre llena. Era un gitano de mucho jurdó.
Antonio Mairena pensaba que solo los gitanos habían sufrido y que por eso crearon el cante que dolía, el cante grande. Y que los felices gachés, o sea, los andaluces o castellanos, creamos una especie de sucedáneo sin mucho ángel. Intrusos, vamos, siendo andaluces perseguidos por motivos religiosos o políticos, de profesión sufridos mineros, jornaleros explotados o artesanos cargados de niños y muertos de hambre en muchos casos.
Si el cante es un dolor, no es solo un dolor gitano, pero es que el cante no es solo un dolor o una queja: es mucho más que eso. Es también fiesta, jolgorio, celebración de la vida. Mi madre sufrió toda su vida y cuando cantaba, que no cantaba mucho porque le estorbaban las penas, era un jilguero feliz. No me atrevería a decir que le faltaba duende, porque me partía el alma. Era hija, nieta, biznieta y tataranieta de jornaleros explotados.