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Los ladrones del tiempo

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02 abr 2020 / 07:48 h - Actualizado: 02 abr 2020 / 09:42 h.
"Cultura"
  • Los ladrones del tiempo

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«Así que ya no podían celebrar fiestas de verdad, ni alegres ni serias. El soñar se consideraba, entre ellas, casi un crimen. Pero lo que más les costaba soportar era el silencio. Porque en el silencio les sobrevenía el miedo, porque intuían lo que en realidad estaba ocurriendo con su vida». Este texto, que parece ilustrar la situación que estamos viviendo en las últimas semanas en numerosos lugares del mundo, no salió de la mente de ningún filósofo. Su autor tampoco ganó el Premio Nobel, no figura en la lista de los mejores escritores del siglo XX, ni se estudia en las facultades de letras. Se llamaba Michael Ende y escribía libros para niños. Muchos lo conocerán por «La historia interminable», una de las obras más sobresalientes del género infantil y juvenil de todos los tiempos; pero este fragmento no pertenece a dicho volumen, sino a uno anterior, «Momo», probablemente el libro más hermoso que he leído nunca. No en vano, con este título, publicado en 1973, un servidor se enamoró de la literatura cuando contaba apenas nueve años; aprendió la importancia de la amistad, la valentía y el tesón —valores fundamentales para cualquier ser humano—, y supo que las mejores esencias se encierran en frascos pequeños. En ese libro, escrito para niños, pero sumamente recomendable para cualquier adulto, Ende profetizaba lo que ocurriría con la llegada del nuevo siglo. Las tardes de juegos en la calle pasarían a mejor vida, al igual que las largas tertulias en los bares, la familiaridad con los vecinos o la naturalidad de nuestros actos cotidianos. Los «hombres grises» —que es como son llamados los villanos en esta deliciosa historia que ya es un clásico contemporáneo— vendrían a robarnos lo más precioso que poseemos: nuestro tiempo. Horas para visitar a los ancianos y enfermos, para disfrutar de una simple canción, regalar una flor a un ser querido, charlar alegremente con nuestros semejantes, e irnos a la cama sin mirar el reloj. Y, sobre todo, escuchar. Abrir el sentido más anestesiado por la velocidad del siglo XXI. Detenerse por un instante a percibir los sonidos de la naturaleza, de la vida que fluye, de la luz que nos alumbra. «Algunas noches, cuando ya se habían ido a sus casas todos sus amigos, se quedaba sola en el gran círculo de piedra del viejo teatro sobre el que se alzaba la gran cúpula estrellada del cielo y escuchaba el enorme silencio. Entonces le parecía que estaba en el centro de una gran oreja, que escuchaba el universo de estrellas. Y también que oía una música callada, pero aun así muy impresionante, que le llegaba muy adentro, al alma». El primer día que salí a la calle por trabajo, tras decretarse el estado de alarma, me sentí como Momo en medios de sus ruinas. Fue como regresar a la inocencia de la EGB y descubrir el mundo nuevo que se abría ante mis ojos. Todo era silencio y pausa, respeto y expectación. Las consecuencias de esta pandemia serán catastróficas para millones de personas. Muchos morirán, otros perderán su empleo y la mayoría sufrirá por familiares y conocidos. Nada volverá a ser como antes, y nosotros tampoco seremos los mismos. Pero, como vaticina Matthias Horx, compatriota de Michael Ende e investigador de tendencias y futuro, «lo que está por venir nos hará apreciar la distancia, y en las conexiones tendrá un papel mucho más protagonista la calidad». Y es que, quizás el Covid-19 no sea «sino un mensajero del futuro», según el publicista germano. Un aviso de que la civilización humana está al borde del colapso y necesita tomar una nueva dirección. Y en esa realidad que nos espera, amén de llorar por los fallecidos, reconstruir la economía y trazar un camino para nuestros hijos, será inexcusable salir a la calle y gritar fuerte «NO a los ladrones del tiempo».