La Gazapera

Maestro Morente: diez años después de su marcha

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
13 dic 2020 / 09:43 h - Actualizado: 13 dic 2020 / 10:16 h.
"La Gazapera"
  • Enrique Morente. / Javier Díaz
    Enrique Morente. / Javier Díaz

Cuando se muere un artista de la altura de Enrique Morente, primero viene la desolación, la tristeza y el dolor. Luego, pasados unos años, la reflexión pausada sobre lo que dejó. En el caso del maestro de Granada, un legado que quizá aún no hemos asimilado, aunque hay que decir que los jóvenes flamencos lo tienen en la actualidad como primera referencia, sin olvidar la de Camarón. La diferencia entre una referencia y otra, es que no existen los morentitos, sino una legión de seguidores que están intentando captar su espíritu libre y no calcar su estilo. Se cumplen hoy diez años de su muerte, la de un cantaor único, de un talento sobrenatural y una valentía admirable, que le sirvió para luchar contra los intransigentes que tanto daño le hicieron cuando empezaba.

Dos meses antes de su muerte me llamó para un asunto que tenía en la cabeza y me habló precisamente de los jóvenes que seguían su estilo, preocupado de que intentaran solo parecerse a él en el sonido, porque no es eso lo que él hizo con Marchena, Caracol, Matrona o Bernardo el de los Lobitos, algunas de sus referencias. No sonaba como Marchena ni imitaba sus gorgoritos, pero lo llevaba dentro. No tenía el embrujo de Caracol, pero estudien bien su obra y verán como, si saben mirar, encontrarán en ella más elementos de don Manuel Ortega que de Matrona. El día que se lo dije, me preguntó: “Y cómo te has dado cuenta de eso, Manolico?”. Tenía esa gracia, que pocos supieron descubrir, quizá porque era más fácil descubrir chistosos o bufones.

Alguna vez he dicho que Enrique Morente adoraba Sevilla y que ponía a nuestra ciudad por encima de todas las que presumen de ser cuna de este arte. Sabía perfectamente que el principio fue en Cádiz, con sus puertos y Jerez, pero que el crisol fue Sevilla. Su personaje histórico era Silverio Franconetti, del que lo sabía casi todo. Cuando venía a Sevilla le gustaba ir a la Alfalfa, donde nació el genio, y desde esa plaza comenzaba a visitar los lugares por donde se movió: la calle Tarifa, donde estuvo el Café del Burrero; Amor de Dios, donde estuvo el café que llamaban de Silverio, aunque no era suyo; Rosario, donde sí estuvo el suyo, el verdadero Café Silverio; Albareda, donde vivió, y Plaza de San Francisco, donde murió, entonces, en 1889, de la Constitución. Y acababa en la Alameda, el cuartel general del astro de apellido italiano.

Desconozco si Sevilla, tan desconocida, va a recordar de alguna manera esta efeméride, la de los diez años de su muerte, pero debería. Es más, algo en esta ciudad tendría que señalar el amor que le profesó a esta a esta tierra y la importancia que le dio a sus artistas: Pastora, Vallejo, Tomás, Caracol, Marchena, Mairena, Niño Ricardo, Matrona, Bernardo, Pepe el Culata, Naranjito o el Pinto.

Estamos vivos de milagro, maestro.