La incoherencia del tratamiento hace posible inundar los bares y compartir las cachimbas mientras los abuelos mantienen una prudentísima distancia por una responsabilidad de la que responden ellos solos. Le pueden preguntar a la chavalería convencida de que el nuestro no es país para viejos. Y los contagios crecen a pesar de que el virus nos ha cambiado lo más básico de la vida: aquellos achuchones que consistían en la repetición hasta el infinito de un sonoro beso de la abuela en el cachete resignado del crío huidizo, aquel corte a pellizcos de la tostada con alegrías para que no dejásemos nada, aquellos churros que nos partían con los dedos aceitosos, aquel poder curativo de la salivita del niño Jesús.
La distancia se ha impuesto donde ya había comenzado a ejercer su furor antes de esta peste que va para largo: en el espacio íntimo, familiar, de un hogar a otro, de una calle a la siguiente, de un pueblo al vecino como mucho. Porque la otra distancia, la kilométrica, la global, la nacional e internacional, la de los aeropuertos, el turismo y el internet que todo lo puede, esa distancia galopante a la que la macroeconomía le pone salivita para que no se agriete, sigue salvando los muebles gracias a una maquinaria propagandística que no solo le consiente su volubilidad, sino que la sacraliza con la bendición ineluctable de una telaraña empresarial que no puede decaer de ninguna manera.
Hace demasiado que la distancia dejó de medirse en kilómetros para empezar a hacerse en minutos y horas: la prueba más fehaciente de la relatividad. Pero después de esta crisis mundial, deberíamos hacernos mirar los criterios vitales, ese que permite llegar a millones de turistas extranjeros, pero no a unos cuantos niños saharauis esperanzados en el milagro de abrir un grifo aquí y que salga agua.