Qué difícil se lo está poniendo los partidos políticos a los maestros y profesores en colegios e institutos, y a las familias dentro y fuera de los hogares, para educar bien en valores a los niños y adolescentes. Todos se están comportando como antisistemas de la verdad, como traidores de la ejemplaridad, como verdugos de la coherencia. A corto plazo no se perciben los efectos, pero son corrosivos para la identificación con la democracia, donde no solo hay derechos sino también obligaciones. Cómo va a tener toda la juventud acendrados en su fuero interno valores como la sinceridad, el cumplimiento de las normas, la lealtad, la decencia, la defensa del bien común, así como no darle coartada alguna a la arbitrariedad, a la impunidad, al adoctrinamiento, a la violencia, al supremacismo, a la desigualdad, si a diario ven que los representantes de todo el espectro político se justifican públicamente a sí mismos en decisiones, conductas y declaraciones que son éticamente injustificables.
A la luz del auge de los extremismos en España, avivados conscientemente desde partidos políticos e instituciones, y de modo irreflexivo por el vecindario que tiende en las redes sociales a ser correa de transmisión de los planteamientos más lesivos para la convivencia basada en verdaderos principios democráticos, pronto llegará el día en que significados representantes de cualquiera de los ámbitos más apegados a uno de los tres segmentos educativos que caracterizan a la sociedad española: el público, el concertado y el privado, se arrepentirán de no haber puesto más de su parte con el fin de incardinar de modo transversal la educación para la ciudadanía.
Muchos medios de comunicación también deberían mirarse en el espejo de sus hemerotecas y arrepentirse de sus ataques para arremeter contra la implantación de esa iniciativa acorde con los postulados del Consejo de Europa y asentada en los planes de enseñanza de países como Francia, Alemania, Reino Unido, Portugal, Suecia, entre otros muchos. Algunos lo alertamos desde hace 15 años: se estaba confundiendo la enquistada disyuntiva entre confesionalidad y laicismo con la emergente necesidad de vertebrar en España el relevo generacional desde los valores constitucionales. Cuando la cohesión y la voluntad de consenso estuviera en manos de la población en su inmensa mayoría nacida muchos años después de la Transición de la dictadura a la democracia, y, por tanto, ha de ser fruto de la convicción personal, no de la vinculación biográfica a un momento histórico. Cuando el mundo de hoy es tan distinto social y políticamente, con oportunidades y con amenazas que no son un horizonte lejano sino la pantalla nuestra de cada día en el teléfono móvil que llevamos en el bolsillo.
La sociedad española lleva mucho tiempo inhalando valores nefastos. Ahora comienzan a evidenciarse las consecuencias: el agujero negro en la capa de ozono de nuestra atmosférica democrática se ha extendido desde Cataluña a todo el país. Y lo peor es que muchos prefieren buscar remedio haciendo caso a curanderos.