Era cuestión de tiempo porque el restaurante Manolo Mayo es ya un clásico no solo en el pueblo donde nació hace algo más de medio siglo, Los Palacios y Villafranca, sino porque su cocina –al margen de su servicio y otras exquisiteces que ya se le presuponen- es verdaderamente capital en un municipio al que los sevillanos –y no solo- acuden fundamentalmente a comer bien.
El pueblo que se ha ganado a pulso ser huerta de Sevilla, el pueblo del tomate –aquí bautizado como bombón colorao- y de las sandías tan gigantes como sabrosas, ha desembarcado en la capital con su buque insignia gastronómico que es precisamente el Manolo Mayo. La familia de Curro y Fernando, y de sus mujeres, Mari Ángeles y Loli, que ha sido numerosa de toda la vida, constituye a estas alturas del comienzo de la pospandemia una casa de espíritu abierto que ha abierto delegación en Sevilla, en el hotel Bécquer de la Avenida Reyes Católicos.
Lo ha hecho en un momento difícil, quién lo duda, pero en peores plazas han toreado estos hermanos que se criaron en la venta de carretera de su padre y han ido convirtiendo su negocio, sin prisa alguna pero sin pausa, en un referente de la gastronomía andaluza, de esa que no olvida en ningún momento la tradición –ni la honestidad, la cantidad, el trato familiar y el sabor auténtico- pero que tampoco renuncia a la innovación constante y a la oferta variadísima de una carta para la que se necesitan muchas ocasiones, muchísimas, para conocer medio en profundidad.
Con solo la mitad de esa carta tan demandada en toda la provincia –después de ese tránsito de un siglo a otro que supuso la hacienda Santa Clotilde, a mitad de camino- han desembarcado esta semana en Sevilla para demostrar lo que mejor saben: que un restaurante no empieza en su escaparate ni en la nomenclatura de sus platos, sino más mucho más allá, o sea, en sus fogones, en su materia prima y en su personal. Y aquí el Manolo Mayo no viene de nuevas ni a hacer el primo, sino a establecerse en la capital hispalense como paradigma de que un restaurante que se vista por su cocina no viene a pegar el pelotazo, sino a ganarse a la gente por la honestidad de lo que se prueba.
Sin necesidad de ostentación, el Manolo Mayo procede de su propio kilómetro cero gastronómico en todo lo que produce su tierra de origen: seguramente el mejor arroz del mundo, las frutas y hortalizas más exquisitas, el pescado y el marisco de donde alcanza la vista desde el río grande que lo riega todo, la carne que no se casa con nadie y una carta de vinos que crece al son de su curiosidad insaciable.
Uno se arriesgaría a quedar mal contando todo esto si no tuviera la certeza de que siempre se queda corto. Es muy sencillo comprobar si este artículo es una exageración. Háganlo, y se lo agradecerán a sí mismos.
De nada.