Yo imagino la vida como una ladera empinada que se dirige hacia una alta cumbre. Puedo subir por ella cuanto quiera, hay gradaciones de todo tipo. Puedo esforzarme poco, subir poco y disfrutar del paisaje de un jardincillo seco, las risas con una cervecita en la mano en el bar de Manolo o puedo subir algo más y montar en bicicleta y sentir por unos momentos el aire fresco y limpio en mi cara, o puedo esforzarme en caminar cuesta arriba y leer un poema que me emocione. Entendemos, por lo general, que hay cosas que se pueden disfrutar con poco esfuerzo, hay otras de carácter más elevado que requieren preparación y muchos ven que hay gente por ahí que se esfuerza lo indecible y los vemos llegar a algunas partes, pero no sabemos ‘exactamente’ lo que sienten.
Esa ladera del esfuerzo produce felicidad en cualquier punto del camino, pues todas las vistas que se alcanzan en ese camino tienen algo de valor: te puedes reír de un cotilleo sobre un famosete en Telecinco o disfrutar del placer de entender una enrevesada frase de Shakespeare o puedes ser el propio Shakespeare el día que se le ocurrió escribir «Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras».
Algunos hemos subido por esa ladera con mucho, mucho, esfuerzo, en parte por inconformismo (no queríamos quedarme en el primer balcón de la carretera desde donde sólo se veía el terrenito medio seco) y en parte por curiosidad (¡¿cómo no querer ver las vistas que se alcanzan desde lo alto de la cima?). Veo a los que se han quedado en el camino, como veo a mi hijo adolescente que ni sabe ni es capaz de vislumbrar todo lo que hay detrás del conocimiento, y siento la impotencia de no poder comunicarle los castillos dorados con cascadas infinitas que se ven desde lo alto de la cima. ¡Sigan subiendo! ¡Animen a todos a subir! Sobre todo a los niños y a los jóvenes. Apreciar un claroscuro de un cuadro de Ribalta en El Prado o un lied exquisito de Mahler o entender la hermenéutica de Gadamer, requiere preparación y esfuerzo (subir más kilómetros de la ladera) y te permite ver vistas increíbles del mundo. Haber entrenado diez mil horas para dominar un deporte o haber trabajado la filosofía de manera metódica durante años o haber leído toda la narrativa de un periodo histórico y comprender todas sus conexiones o haber viajado por decenas de países o haber dirigido orquestas en grandiosos conciertos me ha llevado a cumbres que no os puedo compartir, pero que me llevan a imploraros que sigáis: ¡Subid, seguid subiendo por la ladera del esfuerzo!, no os resignéis, no permitáis que vuestros hijos y nietos se resignen a dejar de subir, a acomodarse en el margen de la primera o segunda loma. Subid. Hay tesoros inenarrables al otro lado de la montaña ¡y merecen la pena! Si mueres sin visitar al menos medio mundo, sin haber entendido la filosofía de Spinoza, sin haber disfrutado los siete volúmenes de «En busca del tiempo perdido», sin haber ganado una gran competición, sin haber recitado textos de Moliere en un escenario, sin haber tocado una Partita de Bach al piano, sin haber dirigido la Sinfonía «Resurrección» de Mahler, te has dejado muchas, muchas, cosas grandiosas por hacer en esta vida. Todas cuestan un trabajo ímprobo, pero dan una recompensa luminosa, extracorporal, sublime. No es sólo una emoción fuerte lo que se consigue, es una plenitud, una conexión con todo tu ser y con el de otros que profundizaron desde su inteligencia y esfuerzo.
Hay vistas maravillosas desde las altas cumbres del esfuerzo, pero el drama es que nadie las puede intuir desde abajo. Hay que tener fe en el premio. Tenedla.
Los que hemos cantado la «Gran Misa en Do menor» de Mozart o hemos dirigido «Muerte y transfiguración» de Richard Strauss o hemos tenido un momento de goce en la comprensión de una proposición de lógica de segundo orden o de una argumentación de Gadamer sobre hermenéutica o hemos llorado inventando un pasaje de una novela, cuando después nos deslizamos hacia abajo por la cuesta del olvido no podemos dejar de aspirar a volver a las altas cotas y, como unos yonquis de la plenitud, mantenemos la tensión y el esfuerzo por volver a palpar los goces de esas visiones que nos da la altura de la cresta.
Soy incapaz de imaginar qué sentirá un matemático cuando entiende la conjetura de Poincaré o un ingeniero cuando planifica con todo detalle una planta de construcción de vehículos o un juez cuando discierne los enrevesados matices de un caso y se encuentra cerca de la verdad, pero lo que sí sé es que para sentir esa plenitud (obsérvese que no digo ‘placer’) ha requerido un esfuerzo ingente de aprendizaje y entrenamiento, pisa la cumbre, contempla lo que ningún mortal pusilánime podrá contemplar y otorga mucho más valor a su vida.