Este problema no es baladí. Nos afecta a todos por igual, aunque siendo objetivos, a las mujeres más que a los hombres.
El domingo por la noche estuve en un bar tomando unas cervezas. A la tercera (uno tiene poco aguante), mi vejiga empezó a mostrar signos de que era el momento de evacuar, y a tal efecto me dirigí al servicio. Cuando entré, la luz del excusado se encendió activada por un sensor de movimientos; un chisme que han instalado muchos hosteleros, quizá con la intención, entre otras cosas, de evitar que todos pongamos el dedito en el interruptor antes y, sobre todo, después de la faena.
El caso es que cuando iba por la mitad del trabajo, la luz que me alumbraba se apagó de repente, quedándome totalmente a oscuras. Para que la luz volviera, traté de activar el sensor moviendo de forma compulsiva el brazo que tenía libre.
Durante los segundos que estuve agitando la extremidad, cual nadador haciendo los 100 metros espalda, hice un pequeño viaje astral y salí de mi cuerpo. Contemplé lo ridícula que era la situación y recordé que afortunadamente es delito poner cámaras en los baños públicos, porque las imágenes que se grabarían de gente haciendo el canelo mientras evacúa para encender la luz serían tremendas. Esos sí que iban a ser unos vídeos de primera.
Completada la faena regresé a la mesa meditando sobre la experiencia. Ello me hizo empatizar con el género femenino, pues sentado tiene que ser aún más complicado lo del braceo. Al final, las féminas deben de terminar bailando el ‘Aserejé’ en la taza del wáter para disolver las tinieblas.
Entiendo que los comercios y bares pongan estos sensores de movimiento para ganar en salubridad y ahorrar electricidad, más si cabe estando ahora tan cara, pero deberían darle un poco más de cuerda al invento y no dejarnos sólo 25 segundos para completar una faena que suele durar algo más.
De todas formas, esta oscura anécdota no puede compararse ni de lejos con lo que me pasó otro día, en el que lo tuve bastante más difícil, y eso que esa vez la luz no faltó.
Me pasó en un avión durante un vuelo con turbulencias. Cuando la primera tanda de éstas cesó, la mitad de los pasajeros aprovechó para ir al servicio. Yo me quedé rezagado, craso error. Porque al ser de los últimos, lo que viví dentro del servicio de aquel avión fue una peculiar gymkhana digna de Humor Amarillo.
Ocurrió que cuando fui a proceder, las turbulencias volvieron a hacer acto de presencia. En ese trance, mi prioridad fue evitar que el meneo del aparato (me refiero al avión) convirtiera mi micción en un riego por aspersión que lo dejara todo fatal, empezando por mis pantalones. La cosa se complicó aún más cuando la azafata vino a meter prisa, diciendo tras la puerta que me tenía que sentar urgentemente. Imagínense la situación. Sin duda uno de los momentos más complicados de mi vida. Toda una micción imposible, de la que, afortunadamente, salí indemne.
La fórmula “hágase la luz” nos sigue dejando a oscuras. El movimiento se demuestra andando y en los sensores, braceando.