Navidad, Semana Santa, ilusiones...

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19 dic 2019 / 12:27 h - Actualizado: 19 dic 2019 / 12:31 h.
"Navidad","Infancia","Semana Santa","Reyes Magos"
  • Navidad, Semana Santa, ilusiones...

La ilusión del niño que fue era la misma en las tardes lánguidas de diciembre y en los crepúsculos dramáticos de marzo. Aquellas noches de reyes con ruidos misteriosos y dos balcones llenos de regalos en la noche gélida –embajada de Oriente para un niño- tenían la misma emoción que la túnica blanca, de inmenso dobladillo, mil y una veces probada ante el espejo del dormitorio a hurtadillas de los mayores. Era una ilusión íntima y gozosa, a la vuelta del colegio, en los atardeceres perfumados de tierra húmeda, huerta y café de las largas cuaresmas de la infancia.

Si hay una Navidad que se nos clavó en el alma que se alimentaba de ilusiones, también hay una Semana Santa que se presentía en el repiqueteo de una rampa en las sobremesas dominicales, desde los cierres de la casa de la abuela; era ilusión aprendida entre los barrotes de un balcón; es ésa Semana Santa que se nos metió dentro cuando aún no sabíamos que significaba su nombre. Ésa es la que buscamos cada año en un viaje –muchas veces infructuoso– al desván oscuro de la niñez.

Ese viaje se repite hoy, invariable, devolviéndonos al gélido colegio de techos altos. Los villancicos clásicos –pero mira cómo beben- repiqueteaban en los cristales soplados, pegados a las ventanas de hierro con esa masilla que olía a pescado rancio. Un cielo plomizo servía de telón a aquel tiempo sin orillas que ahora emerge con la angustia de lo irrecuperable. El espumillón y las bolas ya restallaban en casa. El nacimiento olía a musgo húmedo y los cisnes nadaban en un estanque idealizado de papel plata. Han pasado muchos años, también algunas vidas.

La memoria se alía ahora con la nostalgia y descubre, entre las fotos de los que ya no están y el olor de casas que ya no son, ese tiempo sin vallas ni fronteras y la ilusión que se despachaba a granel. Hoy propongo un viaje a esas Navidades que llegaban espiando los pasitos de los Reyes Magos –cada día uno más- sobre el puente que salvaba el río de aquel nacimiento hecho de cariño, musgo y tuya. “Ojalá te quede todavía un mundo como el mío”, cantaba Mocedades cuando las películas se marcaban con rombos y los cuarentones de hoy pisábamos los charcos fríos de diciembre con zapatos Gorila o katiuskas de goma cruda. Y sí, ojalá podamos dar a los nuestros un mundo lleno de esos pequeños paraísos que entonces parecían eternos. Merece la pena iniciar ese viaje para descubrir la verdadera esencia de una Navidad que sin saber todo lo que sabemos sentíamos en el corazón y poníamos –también sin saberlo- a los pies de la Esperanza. Aquel crisol de afectos e ilusión brilla ahora en los ojitos de unas vidas menudas. Sólo por eso merece la pena.