Esta semana la opinión pública ha tenido que hacer frente al surrealismo más absoluto y a la tristeza más profunda, tras conocerse la noticia de que el abogado Miguel Alonso Belza, especializado en defender casos de violencia contra la mujer, entre otros el de Nagore Laffage (víctima de asesinato machista en Sanfermines de 2008), ha sido condenado a siete años de prisión por maltratar a su expareja sentimental.
La sentencia detalla cómo el abogado pateó, tiró del pelo, escupió y arrojó contra la pared a la víctima en las discusiones que mantuvieron en varias ocasiones durante 2016. Una de esas discusiones fue grabada por su expareja. Me declaro incapaz de valorar hasta dónde puede llegar el nivel de violencia y cinismo de un machista que usa su poder y privilegios sociales para sembrar terror en lo privado y colmarse de gloria en público.
Esta circunstancia nos invita a reflexionar sobre varias cuestiones importantes, entre ellas la posición de la víctima. Como le ocurre a la mayoría, una vez superado el miedo que le impide romper con el agresor, empieza su periplo, recabando pruebas para que la justicia y la sociedad crean su testimonio.
Los medios de comunicación se han hecho eco esta semana de la noticia, tras la difusión de la sentencia por parte de EFE, pero pocos han entrado a valorar el contexto en el que se han producido los acontecimientos. Hemos pasado por alto que la víctima ha necesitado de su entorno cercano para decidirse a denunciar. El miedo, las dudas y la trayectoria judicial de otros casos parecidos, eran motivos suficientes para pensar que el juicio estaba perdido antes de empezarlo. Pocos medios han recogido de forma amplia y detallada el sufrimiento de la víctima hasta que ha podido sentar en el banquillo a su verdugo. Hasta ahora, la justicia patriarcal nos había enseñado que o le presentas al juez una carpeta de pruebas o prepárate para demostrar que no mientes.
De forma sutil y silenciosa, el letrado del turno de oficio de Violencia Contra la Mujer de Gipuzkoa, fue ejerciendo la violencia hacia su propia mujer. Después de quitarse la toga se convertía en un maltratador y ella era consciente de la situación desfavorable en la que se encontraba. ¿Quién iba a creer que uno de los letrados más profesionales y meticulosos en violencia de género en nuestro país, sometía y maltrataba a su propia mujer?
Tras conocer la sentencia, muchos aliados del patriarcado han salido en defensa del susodicho, poniendo paños calientes, como viene siendo costumbre y minimizando de forma descarada un comportamiento salvaje. Una especie de doctor Jeckyll y Mr. Hyde, llaman al letrado. Una forma igual de sutil, que las que usaba el acusado con su mujer, para dejar entrever algún posible trastorno mental que justifiquen los hechos. Una vez más, hacemos uso de esta manía insana de intentar entender el comportamiento masculino del maltratador, desligarlo de culpa y asociar su actitud a un estado mental. El movimiento feminista en bloque no se cansa de repetir que el machista no es un enfermo ni un loco y tenemos que ser lo suficientemente responsables, como para no contaminar a la opinión pública con argumentaciones que nos alejan de la posición en la que nos tenemos que situar, al lado de la víctima. Protegiéndola y garantizándole que independientemente de quién sea su maltratador, la sociedad va a creerla. En el momento que seamos capaces de llegar a este punto, los casos de violencia de género empezarán a tomar otro rumbo, y la justicia ganará la credibilidad perdida.
La decisión judicial de que el condenado cumpla la pena y no lo pongan a barrer, ordenar papeles o cuidar de zonas verdes, es más que plausible. Una condena ejemplarizante que nos recuerda que el poder no puede ser usado para sembrar terror y sometimiento. Como decía la escritora francesa Françoise Sagan “cuando las personas tienen libertad para hacer lo que quieren, por lo general comienzan a imitarse mutuamente”.
Por lo tanto, no podemos bajar la guardia y hay que seguir luchando contra los vestigios que aún sobreviven de la justicia patriarcal, para no acabar formado parte de ella. La opinión publica por su parte, debe tomar conciencia de que los cambios sociales no son ni rápidos ni fáciles, hay que colmarse de paciencia y sacarle a brillo a la memoria para no repetir errores del pasado. Dejar de poner la lupa en la víctima y buscar excusas que legitimen la violencia, porque entonces acabaremos traicionando al inocente.
Es momento ya de sacudirnos los prejuicios y asimilar que los maltratadores mienten, son verdaderos actores y tenemos que estar alerta para descubrirlos allí donde se encuentren. Toda la sociedad es víctima de estos animales, del machismo y la violencia. Arrancar la mala hierba se hace imprescindible si queremos sembrar de nuevo.