El coronavirus nos ha retrotraído a épocas en las que, con el babi enfundado, la profesora nos decía «lavaos las manos para comer». Y allá que ibas presto al cuarto de baño para limpiarte las pezuñas. La profesora supervisaba que no quedase ningún trozo de plastilina y entonces tenías el visto bueno para poder comer. Ahora pasa lo mismo.
Cuando vamos a un bar, sobre todo si se trata del interior, un camarero está custodiando la puerta. No lleva traje de chaqueta, ni pinganillo, ni te deja entrar gratis por ser mujer o pagando por ser hombre. Allí hay que esperar a que haya un hueco libre. Una vez hay sitio en el interior, hay dos opciones: o te echas solito el gel hidroalcohólico o te viene un camarero con una pistolita para ponértelo él.
Durante el confinamiento, mi mente volaba y soñaba con la primera cerveza fresquita que me bebería en la plaza de los Carros, concretamente en Casa Vizcaíno. Ayer lo hice y no fue lo que imaginaba.
No lo fue porque faltaban los parroquianos en el exterior, las mesas altas con los ceniceros hasta arribas de cáscaras de altramuces. Me faltaban los huesos de aceitunas desparramados por el suelo. Si algo me faltaba sobre todo era el bullicio. No había gente, sólo 20 privilegiados.
Uno de los camareros que siempre atiende hacía las veces de puerta de discoteca, tal y como atestigua la imagen que encabeza este artículo.
Hasta la cerveza no sabía igual. No es lo mismo tirar 50 zumos de cebada en cinco minutos que 20.
Esto de ir a un bar y que no tengan servilletero es otra de las cosas que no llevo bien. Hasta echo de menos esa frase de «Casa Fulanito: especialidad en simpatía» que ponían algunas servilletas.
Añoro meter el codo cual Javi Navarro para poder hacerme un hueco en la barra.
Aún con todo esto yo seguiré yendo a Casa Vizcaíno y a tantos otros bares que necesitan de nuestra ayuda. Ellos han estado confinados y no han podido ingresar nada en las cuentas corrientes. Ahora tenemos que estar allí, empujando con nuestro euro con treinta céntimos, para que cuando volvamos a la normalidad, la de antes y no la nueva, sigamos disfrutando de esa alfombra de huesos de aceitunas y altramuces, las cartas llenas de mugre y los servilleteros sin servilletas.
Y aunque odie la nueva normalidad, la respetaré porque el mañana depende de lo que hagamos hoy.