Viéndolas venir

No vamos al cole a ser felices

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Álvaro Romero @aromerobernal1
04 jul 2022 / 20:47 h - Actualizado: 04 jul 2022 / 20:49 h.
"Viéndolas venir"
  • Clase en un instituto.
    Clase en un instituto.

La educación pública solo empezará a mejorar en nuestra tierra cuando confiemos en un profesorado competente y nos libremos de todos los dogmas, incluso ese que repite el mantra de que a la escuela no vamos a aprender, sino a ser felices, como si la felicidad no fuera un deseo transversal mucho más allá de las aulas. La educación pública se merece volver a la senda del esfuerzo, de la alegría del conocimiento y del reto que siempre supone caernos y levantarnos. Lo demás es un fraude con el que se frotan las manos sin que los pobres nos enteremos.

Hace unos días, dije poco más o menos esto y algunos entendieron que yo hablaba de lucha de clases. En parte sí, aunque no fuera mi intención. Hablo de lucha de clases, de democracia y de oportunidades para todo el mundo por igual, porque la única posibilidad que tienen quienes no son hijos de papá es la fortaleza de su formación para plantarle cara al mundo en cualquiera de sus circunstancias.

Merece la pena repetirlo claramente en los tiempos que corren, aunque uno asuma el riesgo de no ser tan aplaudido: nuestros hijos no van a la escuela a ser felices, van a otra cosa. Y otra cosa es que vayan a aprender sin dejar de ser felices, que es algo bastante distinto.

Nuestros hijos deben ir a la escuela fundamentalmente a aprender todo aquello que desde ya les va a servir como instrumento para la vida. Y no me refiero necesariamente con ello a leer documentos bancarios o a gestionar sus emociones, como predican alegremente quienes siempre insisten, desde fuera, en todo lo que los colegios deberían enseñar en vez de lo que enseñan -porque unos aprendizajes deben ser consecuencias naturales de otros si están bien aprendidos-, sino a las materias fundamentales que no van a aprender en otra parte: matemáticas; la lengua materna que les sirve para entender con rigor lo que escuchan y lo que leen y para hacerse entender en función de la situación comunicativa, porque también está de moda hablar y escribir del mismo modo sin discernir circunstancias ni interlocutores; otras lenguas europeas que les abran puertas más allá de nuestras fronteras; historia del mundo y de nuestro país, sin caer en sectarismos ridículos; y ciencias, tanto sociales como naturales. Nada más y nada menos, pero bien aprendido.

Y para todo ello no solo se necesitan buenos docentes, sino buena predisposición de las autoridades para dejarlos trabajar, y tiempo. He dicho bien: tiempo, muchas más horas. Porque no es posible aprender nada con cierta solvencia en dos o tres horas semanales cuando se tiene la edad propicia para absorber conocimientos precisamente básicos.

Hay una cierta fiebre tecnológica en todos los centros educativos (por no hablar de la administrativa) que está llevando a confundir los medios con los fines. Y esta falacia no afecta solo al alumnado, inmerso como está en la última oleada del capitalismo que también aprovecha las redes sociales, sino a los adultos en cualquier responsabilidad. Y ese es el peligro. Hay que volver a recordar que leer no es mirar pantallas. Leer no es saltar de un asunto al siguiente sin profundizar en ninguno. Leer no es navegar por una web infinita en la que nadie se para a discernir quién dice qué a quiénes y con qué intereses. Leer es otra cosa más antigua. Leer es sentarse sin prisas ante un libro con la firme voluntad de dejarse atrapar por lo que cuenta. Este acto se ha convertido ya, de hecho, en un milagro en los colegios. Muy probablemente, lo que el alumnado no lea en la escuela o en el instituto, allí mismo o en casa, no lo va a leer ya en ninguna parte, porque el mundo tiene especial interés en que la gente, convertida automáticamente en cliente, vaya por otros derroteros. De modo que hoy es un acto de heroísmo conseguir que los chicos lean con asiduidad, bien asesorados, clásicos y modernos, entendiendo lo que leen, asumiendo universales, creando juicios críticos de cuanto les ocurren a otros personajes que muy bien podríamos haber sido nosotros mismos, haciendo de la empatía el valor más duradero. Conseguir todo esto, que no parece tan difícil pero que lo es en la práctica, es contribuir a que nuestro alumnado fortalezca su felicidad. Y la nuestra.