Nuevas historias de la infamia

Trump, Salvini... Los infames han vuelto y, aunque parezca mentira, ahí están, delante de nuestros ojos

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25 jun 2018 / 09:40 h - Actualizado: 25 jun 2018 / 09:41 h.
"La memoria del olvido"
  • El ministro del interior italiano, Matteo Salvini. / Massimo Percossi (Efe)
    El ministro del interior italiano, Matteo Salvini. / Massimo Percossi (Efe)

Hace más de siglo y medio Carlos Marx abría su opúsculo El 18 Brumario de Luis Bonaparte con una frase que ya se ha repetido muchas veces: «La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa». Parafraseaba a Hegel, su maestro –que había afirmado sólo la primera parte de la cita– para criticar el golpe de Estado de Luis Bonaparte, remedo bufo del de Napoleón. Por eso no hay que dar a la afirmación el carácter de un axioma; no es más que la manera de comenzar a dar un varapalo.

Es verdad lo que decía Hegel, que la Historia se repite pero, desgraciadamente, la comedia está mayormente ausente de esas repeticiones: lo hace casi siempre en forma de tragedia o de drama de colores subidos y ahora asistimos a una de ellas con episodios en distintas latitudes del mundo. En Estados Unidos el monstruo Trump quita sus hijos a las madres que entran sin papeles en el país mientras, en Italia, el ministro del Interior –Matteo Salvini– de un gobierno contra natura formado por gente que se dice de extrema izquierda y por gente que se declara de extrema derecha exhibe impúdicamente su deshumanización con los inmigrantes, en general y con los gitanos, en particular, imponiendo medidas que hace sólo unos años hubiéramos creído que formaban parte de un pasado que ya no volvería más.

Pero han vuelto y, aunque parezca mentira, ahí están, delante de nuestros ojos.

Lo de pretender expulsar a los gitanos reiteradamente forma parte del devenir del tiempo que va desde el quinientos al setecientos aduciendo siempre que eran extranjeros instalados aquí de forma irregular. La dificultad de la cuestión estribaba en que, aunque ellos se llamaran a sí mismo «gitanos», esto es, egiptianos o naturales de Egipto, ni a ellos les pasaba por la cabeza irse para ese país (del que, probablemente, además no habían venido) ni los turcos, que regentaban esa tierra de las pirámides, los hubiera reconocido como oriundos y con derecho a asentarse. Por eso, aunque siempre se proponía su destierro, en realidad, no podían ser desterrados porque en ninguna parte se hubieran hecho cargo de ellos.

Así siguió el asunto hasta que, en el siglo XVIII, también llamado «el de las Luces» y el de la Ilustración, se tomaron otras medidas, todas ellas fruto no del acaloramiento o la incultura sino del racionalismo y los métodos científicos de los que presumían quienes, en España, ejercían las tareas de gobierno. Apenas terminada la Guerra de Sucesión entre el pretendiente austríaco y el francés, los gobiernos de éste, Felipe V, se barajaron y tomaron una serie de medidas «racionales» contra los gitanos de toda España (la mayoría de ellos concentrados en Andalucía) que fueron subiendo de tono hasta la mediación de la centuria. Primero fueron censados para, después, concentrarlos en las ciudades destinadas a ello.

Mientras eso se llevaba a cabo nuestros ilustrados comenzaron a pensar en «soluciones finales» que iban desde escoger un lugar en el continente americano al cual llevarlos a todos a separar a los hombres y las mujeres e internarlos en puntos muy separados el uno del otro y, de esa manera, dejar que se extinguieran.

Al final se optó por dictar una orden de prisión general contra todos ellos por el solo hecho de pertenecer a esa etnia y mandar a los hombres a trabajar en la construcción de los arsenales de La Carraca, Cartagena y el Ferrol y a las mujeres a castillos como los de Gibralfaro o Alicante para dedicarlas allí a coser sacos o trajes militares y criar a sus hijos hasta los 10 años que era la edad en la que se los quitaban para conducirlos presos hasta esos arsenales y renovar allí la fuerza de trabajo que los levantaba.

Al acabar el año en el que los apresaron –1749– debieron dejar libres a muchos de ellos, no porque a sus captores se les hubieran ablandado las entrañas sino porque se vio que no eran tan improductivos como parecía: no había herreros para confeccionar herraduras, ni canasteras que fabricaran los cestos con los que se vendimiaba, ni hojalateros capaces de componer o arreglar los desperfectos del menaje de cocina, ni ojeadores peritos en apartar bestias tanto para los agricultores como para el ejército...

Pero los demás (la mayoría) siguieron presos y no hubo fuerza ni humana ni divina (y eso que, en medio de la prisión, fundaron su hermandad en Sevilla) que pudiera romper las cadenas que siguieron aprisionándolos muchos años más, hasta el de 1765, cuando Carlos III los liberó y solucionó la cuestión de su permanente peligro de expulsión prohibiendo, simplemente, que le los llamara gitanos –egiptianos– ya que eran tan españoles como los demás habitantes de este país.

Ahora, en Italia, vuelve a repetirse para los gitanos aquel drama, puesto en escena también no por salvajes o gente primitiva sino personas muy cultas que, incluso, forman parte de un gobierno del que es miembro un partido –el Movimiento Cinco Estrellas– que irrumpió en el panorama político presentándose como una fuerza más a la izquierda que las que, hasta entonces, habían existido.

Y, en Estados Unidos, un país (además de por esclavos) formado por inmigrantes llegados de los más diversos puntos del globo, los hijos y los nietos de aquellos desgraciados no sólo tratan de impedir con la mayor contundencia posible que se asienten en el país quienes llegan buscando una nueva vida sino que separan, inmisericordemente, a los niños de sus madres metiéndolos en una especie de jaulas.

La Historia de los dramas no se repite en forma de comedia. Es una Historia de la Infamia que, como una eterna serie negra, emite nuevos capítulos.