Patria chica (I)

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28 jun 2016 / 18:30 h - Actualizado: 28 jun 2016 / 18:32 h.

Algunas tardes, al salir del colegio, me acercaba a la oficina de mi padre y esperaba a que terminara de trabajar para volver juntos a casa. Tenía las paredes de su despacho decoradas con las clásicas fotos en blanco y negro de la llegada del hombre a la Luna; la huella de una pisada a rayas sobre el polvo gris, el astronauta cabezón caminando por aquel erial con la bandera americana al hombro, la nave espacial reflejada en el vidrio de la escafandra.

Saludaba primero a Juanita, su secretaria, una mujer amable y tímida que llevaba el pelo negro muy cardado, trajecito de chaqueta celeste y unas gafas de pasta como las de la chica lista de los dibujos animados de Scooby Doo. Luego iba al almacén a ver al tío Mariano, el hermano de mi madre que contaba los mejores chistes y murió muy joven. Le veía bajar del camión que conducía habitualmente frotándose las manos con un trozo de tela blanca, con su media sonrisa y esa elegancia natural de ojos grandes, tan característica de los Gaite.

Mientras esperaba a que el jefe diera por finalizada su jornada, me tiraba en el suelo enmoquetado y dibujaba con los rotuladores que tenía en varios botes sobre su mesa, nuevecitos, de mil colores, con sus capuchones brillantes, sin morder. Me pedía que le dedicara mis dibujos y después los dejaba sujetos con chinchetas en un corcho a la espalda de su mesa. De aquellos ratos y algunos otros saqué la conclusión de que mi padre era un hombre trabajador, desprendido, paciente y cariñoso. Y vaya si lo fue.