Seguramente conocen la historia, y si no se la cuento yo: la de ese preso que murió por una coma. El rey que debía dictar sentencia olvidó tan humilde signo de puntuación y en vez de escribir “Perdón, imposible que cumpla su condena” escribió “Perdón imposible, que cumpla su condena”. Y bien que la cumplió, porque efectivamente fue imposible que lo perdonaran. Dijo Wittgenstein que los límites de nuestro pensamiento son los límites de nuestro lenguaje, y cuánta razón tenía. Hay quienes no dan para más porque no se entienden a sí mismos. El debido formateo de sus mentes no se ha realizado nunca debido a que siempre repiten lo que deben, de modo que sus pensamientos son tan limitados como sus mentes. Total, para decir lo que siempre se ha oído no es necesario pensar, y ni siquiera hablar. Que les pregunten a los loros.
Es inquietante -vamos a dejarlo ahí- toda esa derecha liberalísima de ahora que se siente con autoridad divina para enorgullecerse de toda esa civilización que no le pidieron a su antigua patria los indígenas de otras partes del mundo –verbigracia los de América-, incluido ese ínclito Vargas Llosa tan patriótico cuya patria verdadera era un verdadero paraíso. Fiscal, para más inri.
Es inquietante porque esta gente que se atreve a corregir al papa cuando el hombre habla de perdón manda aquí y allá y es capaz de seguir mandando en instancias superiores aún. Y, aunque tachan de populista la reflexión papal de que nuestros antepasados se pasaron en determinadas circunstancias con las culturas colonizadas en el Nuevo Mundo, en realidad no hay reflexión más populista que la de negar esas circunstancias de imposición, de maltrato y esclavitud –por ser finos- para afirmar que lo único que deben es estarnos agradecidos porque ellos eran unos salvajes y nosotros les llevamos la Cultura, así, con mayúsculas, es decir, la nuestra.
Una alumna me preguntó hace unos días que si cuando Cristóbal Colón inventó América allí existía algo. Cuando yo la corregí para decirle que Colón no inventó nada, sino que descubrió lo que ya existía, ella volvió a preguntarme –sin demasiado reparo en mi matiz- que si allí había algo ya: gente que hablara normal y corriente, me dijo. Nadie se asombró en la clase porque la pregunta les pareció a todos bastante lógica. Y pensé que es lo que tenemos. Un etnocentrismo bien salpimentando de desconocimiento. Esta ignorancia etnocéntrica se disfraza ahora de orgullo patrio del mismo modo que esa gente que defiende a capa y espada a sus padres por el hecho de serlos, digan lo que digan y actúen como actúen, porque es sangre de su sangre y se señalan las venas con el índice. Otra alumna, el curso pasado, se asombró de que yo dijera que una compañera china era tan española como ella. Un chico la defendió al argumentar que eso no podía ser porque, aunque en su carné pusiera española, le corría sangre china por las venas. La obsesión por la sangre es generalmente mucho mayor que por el saber. Y eso lo saben los populistas que tratan de silenciarnos a todos al grito de Viva España manque pierda. Qué cosas.