¿Por qué nos parece bella la naturaleza?

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26 oct 2021 / 07:05 h - Actualizado: 26 oct 2021 / 07:10 h.
"Opinión"
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La contemplación de un bello paisaje es la contemplación del azar. Ahora que estamos contemplando con estupor imágenes de volcanes y fuego, sentimos la mala conciencia de disfrutar con la belleza de la destrucción y de la nueva orografía en creación, con sus rojos anaranjados brillantes surcando el aire y hasta con sus nubes tóxicas dibujando con espray el cielo. Pero, ¿somos conscientes de que admiramos un azar, la suma de muchas casualidades, el reflejo fortuito de una serie de procesos físicos y químicos?

Las personas viajan cientos, miles, de kilómetros para ver unas cascadas. Una cascada es un río que se cae porque el terreno no sigue recto. Cumple con la ley de la gravedad y sigue para abajo sin conciencia alguna de lo que hace. El río, a su vez, es un montón de gotas de agua juntas, que se han deslizado por laderas hasta encontrarse y formar en nosotros el concepto río. Sus laderas son también casuales: las partes bajas de las montañas. Y de pronto vemos un río y una montaña y entramos en éxtasis contemplativo y desearíamos, de inmediato, tener una casa justo ahí, en ese sitio donde montaña y río se unen; o en ese sitio donde el lago (un río que no tiene por dónde seguir) contrapone su azul contra el verde de la montaña; o en ese sitio donde el mar nos muestra nuestra pequeñez (el mar, ese accidente químico imperfecto fruto del tiempo y el espacio).

Yo no consigo desligar a la naturaleza de lo que es: una suma imperfecta de casualidades. Veo una montaña inmensa, señorial, imponente, e imagino a las capas tectónicas empujando (por azar o por procesos precedentes incuantificables) durante miles, millones de años, y me pregunto: ¿Por qué te admiro, montaña?

Veo una cascada que, con su cortina de plata, pareciera despertar mi alegría, y le digo: «Sólo eres agua cayendo, ¿por qué me emocionas?». ¿Me emocionaría igual viendo a un niño caer por azar al suelo? ¿Me emocionaría ver caer a una manzana? Quizás a cien manzanas a la vez, sí. ¿Por qué?

Cuentan que los labriegos del siglo XIX se quedaban muy extrañados cuando veían a los intelectuales y artistas de las ciudades llegar al campo para capturarlo en sus acuarelas y para disfrutar del paisaje. «¿Paisaje?», decían. «Esto es lo de siempre. Lo que está ahí, lo que ha estado y estará siempre: tierra, árboles, montañas. No sé yo qué le ven estos señoritos de ciudad al campo». Yo opino igual que ellos (aunque me emocione con el mar, con las montañas, con los lagos, con los ríos, con las cascadas), ¿qué le veo que tanto me emociona? Yo sólo soy un bicho más de esta naturaleza. ¿Se embelesa el oso con el bosque, la ballena con el océano?

Quizás la selección natural propicia que los animales que valoran (también estéticamente) su entorno natural, sobreviven; por encima de aquellos que lo destruyen. Amamos los paisajes porque nos amamos y queremos sobrevivir. Es el comportamiento de la selección natural en grupo, de la que habla Edward O. Wilson en su libro «El sentido de la existencia humana»: el colectivo que no amó la naturaleza y la esquilmó y quemó (quizás los habitantes de la isla de Pascua o los Noruegos que acabaron con todos los árboles de Islandia), perecieron y no dejaron descendencia; sólo los que propiciaron un valor estético por ella subsistieron.

Cuando veo un bebé bello también descubro el mensaje de la naturaleza: seguid creando belleza. La belleza es el objetivo último.

Si ese es nuestro objetivo, crear un bosque artificial de edificios como en Nueva York o Shanghái o Dubái, me parece un logro más admirable que un bosque hecho de azar. Aquí sí hay mentes detrás de su construcción. Mentes y fuerza y energía y planificación y colaboración entre mentes.

El bosque artificial está desprestigiado frente al natural, como la Gioconda lo está frente a Gal Gadot (Wonder Woman), pero los segundos son el resultado del azar de la selección natural, mientras que los primeros están hechos por mentes y manos humanas puestas a pensar y a intentar crear obras geniales. Cuando contemplo las maravillosas construcciones humanas (la pintura, la escultura, la arquitectura, la música, la literatura, etc.) no sólo siento el placer de la belleza, siento el orgullo de la capacidad humana y eso enriquece mi contemplación. Dejo que el contenido aporte valor al continente, igual que prefiero escuchar «La noche transfigurada» de Schoenberg o la «Sinfonía fantástica» de Berlioz sabiendo qué cuentan, que sin saberlo. Sé que la forma y el contenido tienen importancia. Y un río que se cae por azar es sólo forma, mientras que el Taj Mahal es forma y contenido. Y amor.