Un amigo lleva años pidiéndome que mire por la nevera, por Mercadona, por mi futuro. El futuro es hoy mismo, y el mañana está cada día más lejos. Estoy en las redes sociales y ahí meto los enlaces de todos mis artículos de El Correo. Ayer repasé un poco los comentarios de los últimos meses y me han acusado de franquista, racista, homófobo, machista, fascista, comunista, socialista, renegado... Confieso llegué a pegar carteles de Pepote Rodríguez de la Borbolla, que es de los dos o tres socialistas que más me han gustado. Lo digo por si sirviera de algo, que veo muy molestos a ciertos socialistas de Sevilla.
A veces me miro al espejo y me pregunto muy serio: “¿Te has aclarado ya, alma de cántaro?”. Quiero decir en lo de ser de izquierdas o de derechas, que por lo visto es importante saberlo y posicionarse. ¡Y yo que sé! Si ser de izquierdas es odiar a Santiago Abascal o Isabel Ayuso, pues no lo soy. Sinceramente, no sé qué es el odio y creo que nunca voy a odiar a nadie porque me lo pidan o traten de imponérmelo. Tiene usted que odiar a Espinosa de los Monteros, al menos por ser de origen campesino, humilde. Hágalo por su padre, que fue jornalero. En serio, me dejan a veces mensajes con los que me quedo turulato porque llevo mal eso de que me digan qué tengo que ser.
Un día de hace muchos años un socialista sevillano muy flamenco me dijo que si me hacía del partido me colocaría en la Junta. No necesitaba el enchufe porque trabajaba en Alboaire y ganaba el doble que un encargado de obras. Ahora, me partía el lomo abriendo calicatas en las calles de Sevilla a las cuatro de la tarde y con cuarenta grados a la sombra. Entonces, con 18 años, era comunista, sin saber en realidad qué era el comunismo. Adoraba a La Pasionaria como adoraba a la Niña de los Peines o Rogelio, el mago del Betis, el de la pata de caoba.
Le dije una tarde a mi abuelo Manuel Casado Peña: “Popá Manué, soy comunista”. Pensaba que se iba a quitar la correa y que me iba a brear, pero no. Solo me dijo: “Tú lo que eres es más tonto que un búcaro”. Me miré en el espejo y sí, el azogue también me dijo que era un pringado. Total, que un día decidí que no quería saber nada de la política. Cuarenta y cinco años después, sigo sin pertenecer a nadie, a ningún partido. Es que, si ahora quisiera militar en alguno, no sabría en cuál porque no me gusta ninguno. Y si preguntara en las redes sociales a cuál me afiliaba, aparecerían todos. Hasta Vox.
A ver, espejito, ¿qué tal si pruebo en Vox? “¡Tonto, más que tonto! ¡Que eres tonto del tó!”. Me repudiarían hasta mis hermanos y primos hermanos, los del pueblo. Un día tomé café en el Casino y al salir, uno de Arahal me preguntó: “¿Ahora tomas café con los fascistas?”. ¡Tenía 20 años, por Dios! Otro día, el padre de una novia de Sevilla, de Su Eminencia, me llamó y me dijo: “Mira, muchacho. Mi niña no se va a casar nunca con un comunista de tres al cuarto, que lo sepas”. Me lo dijo con cara de Rafael Hernando.
La política, pues, ha marcado mi vida y en la actualidad solo me apetece darles caña a todos sin pensar para nada en Mercadona o la nevera. En realidad me importa un bledo quién mande en España. Y al espejo, sinceramente, también. Quiero decir al mío.