Llega la primavera y parece obligado recitar poemas, especialmente en Sevilla. El olor a azahar, la Semana Santa y todo lo demás: “Ya llegó la primavera con el fuego de las flores”, informaba una música por sevillanas. Ayer, en el Maestranza, un acto solemne, homenaje al Pregón cofrade, donde una parte de Sevilla se besó multitud de veces a sí misma. No obstante, hay un enorme e indudable potencial espiritual, patrimonial y material en ese acto que lo convierte en asunto de todos, fundamentalmente en estos tiempos de incertidumbres. En ocasiones, no sé si envidiar o bien seguir observando a estas personas que están tan seguras de lo que recitan o dicen, o al menos eso parece. Yo lo estuve un decenio y pico de mi vida y llevo ya más de seis decenios y medio en ella. Es el paraíso perdido que parece que algunos nunca pierden, ese paraíso, esa ilusión que han parido a Bach y a tantos otros genios de la música, la pintura, la escultura, la arquitectura y toda la creación en general. En realidad, no me arrepiento de haberlo perdido porque a cambio he encontrado otro: el mundo que piso y mi condición de humano, demasiado humano, la melancolía gozosa que tanta existencia me inyecta. He encontrado el inicio de todo progreso: la complejidad, la duda.
“Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando”, es decir, “El viaje definitivo” de Juan Ramón, eso es todo, nada más y nada menos; otros tomarán la carroza que llevó León Felipe hasta el cansancio y serán yo mismo, corregido y aumentado. Estaré en el humo dormido del que hablara el novelista Gabriel Miró, en todas partes y en ninguna; habré aportado mi pizca de arena antes de convertirme en molécula de ceniza y en partícula, habré sido romero en la vida caminando y sin caminar y no querré irme a ese humo dormido porque yo sí vivo viviendo en mí y a través de mí contemplo el entorno en el que habito; me iré contra mi voluntad o, si lo deseo, por mi voluntad, que es la libertad suprema si es la razón quien lo consiente.
Hubo buena poesía en el Maestranza, sobre todo por parte de Carlos Herrera y Alberto García Reyes, y hubo buena palabra a cargo de los citados, de Charo Padilla -qué hermoso acento sevillano el suyo- y de mi entrañable Fran López de Paz que no olvidó nada de lo que demandaban los seguidores de estas conmemoraciones, con especial acierto en el recuerdo al buen poeta Antonio Rodríguez Buzón al que leí bastante hace la tira de años junto a otros creadores líricos semanasanteros como Juan Sierra. Pero me gustaría que este acontecimiento, este La Semana Santa en la palabra, fuera más ampliamente sevillano, no tan monopolizado por un segmento social concreto. Devotos creyentes modélicos los hay en diversos ámbitos sevillanos, ¿por qué nunca los veo a todos unidos bajo esa fe divina que afirman compartir?
La primavera de Sevilla no es para mí algo tan especial, lo sería si esta ciudad viniera de un otoño y un invierno auténticos, fríos, en lugar de ser estaciones cálidas antes y tan cálidas ahora, ya ni siquiera se lleva a los escasísimos cines de verano que quedan esa rebequita que nos daba nuestra madre de niños para, sobre todo, cuando terminara la película. Para mí, la auténtica luz de Sevilla aparece precisamente en otoño y en invierno, una luz sobria, clara, un cielo fuertemente azul. En esas estaciones, sobre todo en invierno, Sevilla no es, como la definió Rafael Montesinos, De la niebla y sus nombres, es pura y sin calimas ni reverberaciones, hasta los turistas hace tiempo que se dieron cuenta de lo que digo y vienen -venían- a Sevilla más en otoño-invierno que en primavera. Sí, ya sé del ambiente primaveral y de la satisfacción de muchos sevillanos cuando llega su primavera y los felicito por ello. Pero yo contemplo desde mi auto cómo la colina intensamente verde que sube hasta el lugar donde apareció el tesoro de El Carambolo va muriendo hasta volverse amarillenta, genista moribunda. Y lo mismo les ocurre a los verdes campos por los que paseo en el Aljarafe. El calor me espanta de ellos y añoro la luz otoñal e invernal de Sevilla.
A pesar de todo, mi mente se fue de esa primavera pero en ella quedó mi corazón y no puedo evitar que se me erice la piel o que se me escape una lágrima cuando la Banda Sinfónica del Ayuntamiento de Sevilla me ofrece el inmortal poema de una marcha de Semana Santa. Alabada sea esta ciudad a la que anhelo ver en lo más alto, con sus costumbres ancestrales y con lo que exige el siglo XXI.