Tengo un problema con los caracoles y no es cualquier problema. Me encantan esos bichitos, pero como ahora guiso yo mismo todo lo que me zampo, a ver cómo lo resuelvo. Cuando los guisaba mi madre, a veces me ponía a salvarlos de morir ahogados en la olla. A más de uno tuve que hacerle el boca a boca y buscarle un refugio seguro en alguna maceta del patio. La última vez que intenté guisar una olla de caracoles no fui capaz de acelerar el fuego cuando sacaron los cuernos y estuve todo el santo día reanimándolos y pidiéndoles perdón uno a uno, asegurándoles que no volvería a pasar nunca más. Tendrían que haber visto la cara de los pobres moluscos gasterópodos, sudando como pavos y consolándome. ¿Alguna vez han visto de cerca la cara de un caracol? Yo sí y les aseguro que son el rostro de la bondad y de la inocencia. ¿Sabían que pueden tener hasta veinte mil dientes microscópicos? ¿Y que tienen memoria? Intente guisar un caracol al que haya salvado y verá lo veloces que pueden llegar a ser. «La guindilla se la vas a dar a tu padre», le escuché decir un día a una cabrilla.