¿Qué estabas haciendo en el momento en el que te moriste?

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23 mar 2021 / 06:00 h - Actualizado: 22 mar 2021 / 14:24 h.
"Opinión"
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Cuando el avión iba a despegar, me relajé y pensé en los cientos de años que habían sido necesarios para crear una máquina voladora y llegar a ponerla al servicio de un humilde individuo como yo por 45 €. Ingenieros audaces, con miles de cálculos, establecidos por miles de hombres que aprendieron unos de otros para llegar a la perfección de conseguir hacerme volar. Les estuve agradecido.

Pero mi vecina de asiento había estado hablando previamente por teléfono contándole a alguien (parecía una especie de novio tardío de la cincuentena, de esos que se preocupan por ti, pero si te murieras en el avión pasarían página porque esa página no le interesaba tanto) que, por supuesto, estaba muy preocupada por volar y que había cursado un par de ritos farmacológicos previos y varias oraciones con persignaciones varias para tomarse la travesía con cierta calma. Y yo, mientras, allí tranquilo agradeciendo a los matemáticos e ingenieros de la Historia que aquella máquina de miles de kilos comenzara a volar plácidamente.

Imaginé, sin embargo (llevado por el miedo contenido de mi vecina de asiento), que el despegue fuera mal y tras unos coletazos extraños donde mi cuerpo no se habría ido hacia el techo gracias al cinturón de seguridad, se me cayeran al suelo enmoquetado del avión mi iPhone y mi iPad que reposaban sobre mis piernas en el despegue, y que yo, más preocupado por la rotura de sus pantallas que de la muerte inminente (joder, los ingenieros debían de tenerlo todo calculado), me inclinara con esfuerzo hacia el suelo alargando mi brazo para intentar llegar con la punta de los dedos a mis dispositivos, mientras el cinturón me apretaba tenazmente y me impedía alcanzarlos y que justamente en ese momento muriera y que la Eternidad consistiera en mantenerse repitiendo el último acto (en mi caso intentar alcanzar con los dedos algo en el suelo con la cabeza entre las piernas, el cinturón apretándome la barriga, mi brazo estirándose sin conseguirlo) por toda la Eternidad. Pasarían a mi lado todos los cuerpos estirados que han muerto en una cama de hospital preguntándose unos a otros «¿Qué le pasa a este? ¿Qué estaba haciendo cuando murió que ha quedado encogido y encorvado e intentado el acto inútil de llegar a algo que ya no existe?». Yo miraría de reojo hacia arriba con expresión de coraje y sintiendo mi mala suerte por siempre jamás, y les diría: «Quedé preso de un último deseo», como justificación universal de que todos los seres humanos nacemos con deseos: primero de respirar, luego de alimentarnos, luego de amor, y, por fin, de posibilidades. Todas, las más posibles, como las que me da un avión o un iPhone.

Pero llegué bien a mi ciudad. El avión aterrizó (miles de kilos golpeando a gran velocidad sobre el suelo con unas poderosas ruedas de caucho, a la vez que unos sofisticados sistemas comienzan a frenarlo) y sonaron unas trompetas de puntualidad -que no de entrada a paraísos celestiales, ¡menos mal!- y todos salimos de esta enorme máquina voladora (alabados sean los ingenieros) como si nada, pensando en lo siguiente, en tomar un coche y llegar a casa y besar a la familia y dar un paseo al sol de esta primavera. Todo miedo de angustiosa eternidad había quedado atrás.

En el paseo me encontré con una amiga que me contó que una señora de 91 años fue a la peluquería de su hermana en San Fernando (Cádiz), y lavándole la cabeza con agüita templada y jabón se le quedó dormida allí mismo para siempre. No era una mala situación esa para el resto de la eternidad, pensé. Y la envidié un poco.

¿Qué le gustaría estar haciendo a usted que no le importara repetir por siempre? Yo creo que, puestos a elegir, preferiría que me lavaran la cabeza, pero por dentro, escuchando, por ejemplo, música de Juan Sebastián Bach en un buen sillón por siempre jamás.