Si ya te han puesto las dos vacunas y crees que el virus no va a acabar contigo, tendrías que plantearte que: ¡vas a vivir!
Vale. Y ahora... ¿Esto cómo se hacía?
Durante unos meses has pensado: «Bueno... Podría ser que en una de estas cayera yo... O sea que podría ser que aquí se acabará todo...».
Pero en tu caso no ha sido así.
¡Muy bien! ¿Y ahora qué?
Es una pregunta inquietante, ¿no? Prórroga en el partido para poder ganarlo.
¿Cómo se gana el partido de la Vida?
Para mucha gente «seguir viviendo después de la pandemia» ha sido sinónimo de «tomarse una cervecita». Se ha escuchado mucho esta expresión durante el confinamiento y el cierre tempranero de los bares. Imagino que la expresión significaba mucho más que «entontecerme con los efluvios del alcohol y reírme sin sentido para olvidar la dureza de la vida», seguro que era una metáfora de «estar con los amigos», «sentir el frescor del líquido en mi garganta» (aunque eso se podía hacer en casa), «escuchar el tumulto alrededor, de más gente, para saber que no estoy solo en el mundo», etc. En esta línea, imagino que muchos habrán pensado después de ponerse la segunda dosis de la vacuna, que lo bueno de poder seguir viviendo es que podrían seguir bebiendo.
Seguir viviendo es seguir estando disponible para los demás: para los hijos, para la familia, para los amigos, para tu profesión. Todos estos te echarían de menos si te hubieras ido. Creo que «somos» en la medida en que ayudamos a los demás, les servimos para algo, les acompañamos.
Cuando lo pienso «teóricamente» –«idealmente» sería un mejor término–, pienso que debería de hacer algo nuevo o algo más de «lo de siempre». Sé que es difícil (lo cotidiano nos ahoga en su rutina), pero fantaseo. Y fantaseo con que debería dedicarle más tiempo a la contemplación de la belleza. Contemplar la belleza no es «ver». No es ver cosas bonitas. Es asumir que nuestra naturaleza está hecha de tal modo que ante la belleza, ya sea visual, sonora, escrita, sensitiva o emocional, se producen una serie de conexiones que van más allá de una sensación meramente superficial captada por los sentidos. Son una serie de conexiones que tienen que ver con todo lo que se cuece a la vez en nuestro cerebro. Y que no es una o dos pinceladas de algo, es toda una maquinaria puesta en funcionamiento y que tiene posibilidades de plenitud difíciles hasta de intuir. Por eso, idealmente (sé que es difícil cambiar las rutinas) a mí me gustaría dedicarle más tiempo a la contemplación impudorosa de cuerpos de mujeres bellas. Mirar con detalle el pezón de «Dánae», de Gustav Klimt; las curvas voluptuosas con sus pechos turgentes de las «Brujas yendo al Sabbath» de Luis Ricardo Falero; los labios brillantes de «La joven de la perla» de Johannes Vermeer; la curvas relajadas y la mejilla sonrosada de la actriz Mary Lloyd en «Sol ardiente de junio», de Frederic Leighton; el maravilloso cuerpo desnudo a caballo de «Godiva», de John Collier; y creo que iría más al ballet. Iría mucho más al ballet, ese lugar donde se ven cuerpos perfectos en movimiento, acompasados con música normalmente delicada. Sensualidad en estado puro, conexión con lo más sensible de mi naturaleza, la atracción por lo bello humano. No soy culpable de que todo mi cuerpo-mente se excite de manera sensitiva e intelectual con el cuerpo femenino bello. No me voy a sentir culpable por ello. Debería de dedicarle más tiempo a la sensualidad. Tanto intelectualismo: leer, escribir, estudiar, escuchar música...
Lo más normal es que finalmente hagamos «lo de antes», porque lo de antes era la suma de mis miles de pequeñas decisiones que me habían llevado hasta ahí. Y quizás no esté mal. Es poco emocionante, eso sí. «Lo de antes», «lo de siempre». ¡Pero es que estuvimos a punto de perderlo! y, de hecho, muchos lo han perdido. «Que el puto virus me deje seguir con mi vida», pensamos muchos. Pues aquí está, te has salvado, ¡vas a vivir! (Aunque algún día morirás).