¡Qué maravilloso es escribir!

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01 nov 2022 / 09:38 h - Actualizado: 01 nov 2022 / 09:41 h.
  • ¡Qué maravilloso es escribir!

Cuando escribo, consigo tal concentración, me meto tanto en la tarea, tengo tan clara la búsqueda en la que ando inmerso, me esfuerzo tanto de manera voluntaria en decir algo que valga la pena, trabajo tan intelectualmente por las ideas, que me lo paso de maravilla.

Y es que a veces escribo cosas que ni sé que tenía dentro. Veo mis textos y me pregunto “¿Esto, realmente, lo escribí yo?”. Y sé que no lo escribió el yo despreocupado que puede andar por la vida, lo escribió el yo concentrado, el que pone todas sus energías mentales en sacar agua de un pozo que siempre parece seco. Y ese yo es el que más me gusta del mundo. Consigo conectar con él en momentos en los que estoy concentradísimo en una tarea que tiene un propósito y en la que estoy estimulado para hacerlo muy bien (en mis actividades musicales también lo consigo).

Cuando no estoy escribiendo pero estoy en la redacción de una novela o tengo que escribir una columna como esta, vivencio una especie de angustia, de añoranza por volver a estar ahí, sentado ante el ordenador tecleando y desarrollando ideas. Sé que estoy viviendo otras cosas que tienen interés como estar con amigos, por ejemplo, pero tengo que aplacar mi impulso para no volverme, para no dejarlos a todos y seguir por donde iba. Es como si hubiera estado en unas frescas sábanas con una amante, abrazándonos, acariciándonos, charlando y riendo mientras fuera la lluvia descarga su inofensiva lluvia con bellos relámpagos y truenos, y tuviera que levantarme de la cama y dejar esa escena maravillosa para tener que ir a charlar con amigos a un bar ruidoso, sabiendo que la amante se queda en la cama disolviéndose, evaporándose, y, lo peor, alejándose, sin saber si volverá.

El proceso, por ejemplo, para escribir un artículo como este implica que cuando ha salido publicado el anterior, una pequeña alarma se conecta en mi cerebro y lo pone en posición de “búsqueda”. A partir de ahí —suele ser martes por la tarde—, vivo con una antena que otea, no en el mundo, sino en mi conciencia, cuál pueda ser el tema de la próxima semana, sólo el tema (falta mucho para que se escriba). Cuando digo que no busco temas en el mundo, me refiero a que cualquiera que haya leído alguna de estas cien columnas se habrá dado cuenta de que no hablo de la actualidad, o si he hablado en alguna ocasión de ella ha sido de lo que esa actualidad me golpeaba en mi interior y en mi manera de ver el mundo. Si estoy muy motivado el tema aparece pronto y con fuerza. Aparece sin buscarlo, en medio de cualquier otra actividad, cuando mi mente consciente no está buscando, pero mi mente inconsciente sí. Si no estoy muy motivado (cosa que no depende de mí sino de lo que llamamos vida mundana) puede que el tema no aparezca, pero un resorte de emergencia se enciende un par de días antes y, de manera inconsciente, me asalta. Si llega el lunes y no ha aparecido, me siento ante el ordenador y, como decía Philip Roth, me pongo a picar. Picar es decirle a mi mente (ahora la consciente) lo que gritaba el Premio Nobel de Literatura Samuel Beckett: “Imaginación muerta, imagina”. Eso funciona como picar físicamente en un terreno con un azada puntiaguda, en busca de agua. Al principio consigues con esfuerzo que algunas gotas afloren, luego el agua comienza tímidamente a brotar y, por fin, el chorro es continuo y vivo; aunque, al final, con el cansancio, comienza a escasear y tienes que raspar para apurar la pura humedad, que es lo último que queda.

Todos estos procesos son fascinantes.

Sin embargo, cuando he encontrado el tema a principios de la semana, camino tranquilo por los valles de lo mundano porque sé que no tengo más que sentarme y abrir el grifo. Yo sé hacer eso. A lo peor no tiene tanta importancia porque hay mucha, mucha gente, que también sabe hacerlo (es más exclusivo sentarse ante un piano y tocar despreocupadamente: a veces, cuando lo hago, me acuerdo de la poca gente es que capaz de hacerlo). Porque escribir, como hablar, es muy vulgar, y en el mercado de la vida, donde los dones se contabilizan en una competición de oferta-demanda, debemos de ser tantos los que conseguimos escribir porque hablamos, que no se le da valor y no se paga.

Hoy termino esta singladura de cien columnas en este histórico periódico al que estoy enormemente agradecido por la oportunidad que me ha dado. He cumplido uno de los sueños de mi juventud. Trabajé algún tiempo como periodista y no me gustó porque lo que yo quería no era ser un medio sino expresar mi opinión (ser un fin) y eso sólo se consigue en secciones como esta, a las que es difícil llegar. Y, bueno, tampoco quiero convertirme en un cuñao’ que opina de todo. He hablado de Filosofía, materia de la que soy Doctor; he hablado de Música, materia de la que soy Titulado Superior y profesional; he hablado de Educación, materia de la que soy profesor; y he hablado de escritura, materia de la que también soy profesor en la Universidad. Espero haber aportado mis granitos de arena al conocimiento: estas columnas quedan en Internet y espero que pronto en papel, para que el océano de las palabras escritas atesore las columnas que tanto he disfrutado escribiendo, de este que aquí firma, José Carlos Carmona.