El pasado 25 de septiembre fue el cumpleaños de la cantante catalana, que no cantaora. Cumplió 27 años, o sea, que ya no es una cría aunque siga teniendo cara de colegiala con la pegatina de Alejandro Sanz en la libreta. La Niña de los Peines de estos tiempos, dicen algunos, sin que todavía hayan sido detenidos. No sé si se han percatado de ello, pero parece que se ha enfriado el fenómeno Rosalía. Me preocupa esto porque a lo mejor es que se ha encerrado para preparar un disco bajo la batuta de Faustino Núñez y José Luis Ortiz Nuevo, grandes defensores de la nueva diva de lo aflamencado, que no de lo flamenco. O sea, una estrategia. Algo estará tramando cuando meses atrás estuvo por Morón de la Frontera grabando algo con pellizquito jondo, dicen. Cualquier cosa que haga será un diamante y creo que no tardará mucho en darnos un susto a los puristas, por no decir un disgusto. Sería el momento, porque los aficionados están perdiendo la paciencia y quieren ya, pero ya, un nuevo revolucionario del cante. O una nueva revolucionaria. Una maestra de maestras, porque maestro de maestros ya tenemos.
No me gusta nada esta cantante, o casi nada, pero estoy convencido de que un día nos va a sorprender con algo que merecerá un congreso en Archidona, la patria chica de El Poeta. Quizá sea el momento, porque la cosa está cortita con sifón. La veo investigando en el XIX, cantando en el Café del Burrero o el de Silverio junto a la Peñaranda, la Macaca y el Canario. Aquellos años fueron de revolucionarias como la Cuenca, la bailaora malagueña, y Dolores la Parrala, mujeres de armas tomar. Me imagino a Rosalía vestida como la Águeda, de torero, y cantando un garrotín al estilo de la Antequerana. Traer aquel tesoro a estos tiempos de mediocridad jonda para darle una nueva mano de barniz al género, sería un punto. Y esto solo lo podrían hacer tres o cuatro cantaoras actuales, y Rosalía. Sí, porque a la artista de moda en medio mundo y parte de Andorra le van los retos musicales y tiene bien desarrollado el sentido de la desverüenza. Es brava, como eran aquellas heroínas de los cafés cantantes a las que les sacaban coplas por haber perdido la vergüenza, como a Conchita la Peñaranda. Seguramente me haría de su club de fans si hiciera una obra que homenajeara a aquellas mujeres liberadas de prejuicios que salían de los cafés a altas horas de la madrugada oliendo a NPU y puros habanos. ¿No quiere modernidad? Pues ahí la tiene. Que saque del olvido a Pepa Oro, la Rubia de Málaga, María la Serrana, la Moreno de Jerez y la Peñaranda. Eran las vanguardistas decimonónicas, las valientes del jipío que tanto molestaba a los curas y los farmacéuticos.