Es alucinante la programación genética de los niños, adolescentes y jóvenes que sólo se miran a sí mismos y sólo miran hacia adelante. Los padres, a esas edades, son los sustentadores. Se piensa en los padres tan poco como el cuerpo piensa en una silla cada vez que se sienta: la silla está ahí para soportarte, para mantenerte. No le vas a hacer una fiesta cada vez que te aposentas sobre ella.
Cuando los hijos son adultos empiezan a caer en la cuenta de que sus padres quizás eran personas con planes propios, con sus deseos, dudas, frustraciones. Y muchas veces se piensa: «Qué egoístas, querían pensar en sí mismos... ¿Acaso no saben que vivieron sólo para que yo viviera?». Y, bueno, aunque los adultos empiecen a intuir que sus padres eran algo más que una silla, ya no tienen tiempo para indagar, enterarse, comprender. Ahora los adultos tienen sus propios proyectos, su familia, su trabajo. Los padres ya no son tan útiles (a no ser que se los necesite para que se queden con los nietos o para que les den dinero). Y cuando los adultos llegan a mayores por fin caen en la cuenta de que sus padres... eran un misterio.
Que nadie se alarme: así parece que ha sido y será por tiempo inmemorial. Es la programación genética, que nadie juzgue moralmente estos hechos.
Si estableciéramos la línea temporal de una persona que vive 82 años, y en medio de esa línea marcáramos el tiempo de vida inteligente que compartió con su hijo, de los 6 a los 18 años, veríamos que apenas es un 10 por ciento de la vida (y si se quedan más años duermen en casa, pero no «están» en casa). Cuando estás en ese 10 por ciento de paternidad te parece, como padre, un espacio agotador y que nunca va a acabar, pero es muy poco tiempo, apenas una marquita en tu línea temporal. Y durante ese tiempo, con el despertar de la adolescencia a los 12 o 13 años, es que la vida interior de tus padres te importa cero, sólo existes tú y tus amigos y tus fantasías y tus proyectos. En la adolescencia y la juventud puedes montar en moto como un loco, hacer barranquismo por cañones y cauces de torrentes, viajar con mochila por Vietnam, irse a vivir a India, sin pensar ni por un solo segundo que puedas matar a tus padres de la preocupación. Sin pensarlo ni un solo segundo.
Parece que antropológicamente está demostrado que en épocas tribales los hijos necesitaban desarrollar una valentía tal que pudieran abandonar su entorno, cruzar espacios desconocidos, llegar a tribus extrañas y hasta enemigas, y copular con poseedoras de genes exógenos, de lo contrario, la endogamia acababa con la propia tribu. En esa programación, mirar hacia atrás, pensar en la familia que te había creado y hecho crecer, podía ser un impedimento para el avance. Y con esos mismos cerebros y programaciones seguimos.
Pensar en que tu padre deseara sentirse amado y no lo consiguiera, que tuviera frustraciones profesionales, que amara pequeños detalles de la vida que no llegaste a enterarte, que tuviera miedos por la enfermedad, la economía, el desamor, todo eso parece que ni pasa por la cabeza de un hijo. Ni pasa. ¡Es una silla!, un objeto, una fuente, una cosa.
Antes, los hijos escuchaban de soslayo las conversaciones de sus padres con sus familiares y amigos, y aprendían de la vida: oían opiniones confrontadas, escuchaban historias, anécdotas, retazos de vida que les podían servir de aprendizaje. Desde que los niños tienen su habitación, se aíslan; y ahora escuchan opiniones confrontadas, historias, anécdotas, retazos de vida... de los youtubers, que son quienes les están dando un lenguaje y un anecdotario. (Hay niños españoles que insultan en un perfecto argentino...).
Los jóvenes actuales, aunque sigan en casa ni preguntan ni se interesan. «¿Sabes que tus abuelos eran de...», «Cuando trabajé de interino en...», «Mi madre en la postguerra...». Son airecillos con palabras que tratan de cosas que no les interesan, sólo les interesa lo suyo. Sin saber que lo suyo está allí junto a ellos.
Y luego está la condena: la condena de llegar a ser padres y percibir con claridad absoluta que igual que jamás pensaste en tus padres, tampoco tus hijos van a pensar en ti.
También me parece alucinante que cuando los padres son viejos, los hijos, esos perfectos desconocidos, tomen decisiones por ellos sobre sus vidas y haciendas. No saben nada de los padres y, de pronto, deciden por ellos. Tan listos son... Tan listos somos...