Los sevillanos andamos con el retraso de una carta de verano pues desde la finalización de la Exposición de 1992 son varias las comunicaciones poco agradables que nos han llegado a modo de finas gotas de lluvia y que tanta falta nos hace desde luego. Hace pocas semanas nos enteramos del estado estructural y económico del Estadio Olímpico de La Cartuja, sumándose éste al sobrecoste de la construcción de Las Setas, vulgo mirador sevillano, y de la única línea de metro de ejecución faraónica tanto por sus baches administrativos como constructivos. Han transcurrido veintisiete años y Sevilla parece que no ha tomado un rumbo claro de qué quiere ser de mayor. Desde entonces, la ciudad se ha convertido en un sin fin de problemas de movilidad, limpieza, seguridad, etc. tal que nos hemos mal acostumbrados a suspirar por Sevilla a distancia; como quién tiene ese deseo de desear algo inasequible pero a la vez ha caído en el síndrome de Estocolmo cuando hace uso de su ciudad. Sevilla necesita volver a esos cielos azules de Murube y a ofrecer esos rincones donde un simple banco junto a una pared encalada era refugio de sombra para un cuerpo cansado de un calor sevillano más que ardiente escuchando, tras una esquina, y a media distancia, las campanas de la Catedral traídas con ese aire que nos transporta a la Sevilla comercial y metropolitana epicentro del mundo de siglos pasados. Quizás así, los sevillanos y nuestros regidores comenzaremos a respirar el sueño por la que decimos, por encima de todo, que Sevilla es la ciudad más bonita del mundo. Puede que esta ciudad necesite volver a enamorar a su río, ancho y tranquilo, para poder hablarle desde sus orillas, para poder hermanar las dos Sevillas. Es una forma de volver al esplendor de un marchamo de ciudad empapada en historia pero, a su vez, con una sociedad montada en el siglo XXI donde realmente podamos tararear esa letra de bulería que dice “estoy tan enamorado de ti/que hasta los huesos me tiemblan/y no puedo ni hablar...” Nuestro modelo de ciudad debe tener en su vértice las palabras de Joaquín Murube (el jardinero que siempre ha necesitado Sevilla), de los Machado o de Juan Ramón Jiménez cuando dijo “..y que Sevilla sea siempre el ámbito donde viven los ángeles, las musas y los duendes de la eterna Andalucía”. No podemos permitirnos perder población año tras año y en absoluto entrar en barrena con un estado de abandono urbanístico y de limpieza en la ciudad que preocupa a propios y extraños pero sí deberíamos, por el contrario, encontrar ese rosal del llanto que florece en ese patio del olvido que nos decía Romero Murube o volvamos a su esencia cuando decía que en Sevilla se vive por y para Sevilla, hacía dentro y no nos dedicamos a otear lo que pasa en otros continentes. En esta ciudad existen atardeceres de una belleza fastuosa y quien no me crea que amanezca sentado en los pretiles de piedra puro sílice de la calle Betis. Los políticos de esta ciudad deberían buscar en los rincones de sus bibliotecas para contemplar ampliamente la esencia, el olor y el color que tuvo esta ciudad, saturándose de la variedad y la vastedad de Sevilla. Debemos eliminar y erradicar, cueste lo que cueste, la imagen, real hoy en día, de una Sevilla desbordada en suciedad consecuencia del incivismo de algunos por el que pagamos todos y de una incapaz gestión municipal que debe velar que esto no ocurra. Sevilla, siempre la ciudad de Sevilla, porque por encima de todo y aunque ya no silben las sirenas de los barcos en el muelle de la sal o en el muelle camaronero o ya no se escuche el silbato de los revisores en la estación de Córdoba (maravilla arquitectónica que se inspira en la Mezquita de Tánger y en el patio de los leones de la Alhambra) debemos amar esta ciudad de intra y extramuros. Sólo así comprobaremos la riqueza de nuestro suelo y llegaremos al sentido de las palabras de Cernuda cuando decía aquello de que quien viaja más allá de los mares cambia de cielo, pero no cambia de corazón; de un corazón de Sevilla. Si seguimos como hasta ahora, los inquilinos de la Plaza Nueva estarán contribuyendo a que la ciudad se marchite y no florezca como ese rosal del patio del olvido de Murube. Creer en la hermosura de esta tierra y llevar a cabo que vuelva al azul que le corresponde nos permitirá arrancarnos el tiempo durante un largo instante. Mientras tanto, oigamos la fuente del corral del agua cerrando los ojos para escuchar aquellas paredes encaladas de su alrededor, musitando sus secretos más interiores siempre tan sevillanos. Ojalá la vida nos permita percibir este tiempo para contemplar la ternura que puede emanar de Sevilla.