Viéndolas venir

Réquiem por una librería

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Álvaro Romero @aromerobernal1
18 jun 2021 / 08:10 h - Actualizado: 18 jun 2021 / 08:12 h.
"Viéndolas venir"
  • Réquiem por una librería

Me contó esta mañana mi madre que van a cerrar una librería en la calle Real de mi pueblo. No es una librería cualquiera, aunque hoy lo parezca. Yo la llamaba Librería Angelita, pero nunca supe si alguna de sus dueñas, porque eran varias, se llamaba así, o tal vez era su madre, una señora de generosos trazos que yo a veces veía sentada por allí, detrás del mostrador o en la puerta, en aquella época en que se tomaba el fresco sin miedo a las pandemias. Qué tiempos. Mi amigo Manolo la llamaba la Librería Azul. El caso es que era la librería donde yo me aficioné a inspeccionar los pocos libros que integraban sus estanterías. Me gustaba husmear entre los lomos de los ejemplares, tan de diversa índole, y coger uno al azar, y empezarlo o ver cómo terminaba. También me aficioné a comprar allí, de vez en cuando, la revista Diez minutos, que no creo ahora que fuera muy recomendable para un niño de diez u once años como yo, pero que a mí me abrió la mirada hacia un mundo que tan poco se parecía al de mi casa.

La librería estaba –está aún, hasta que no le den carpetazo- casi en la esquina de una farmacia a la que entonces llamábamos de Federico solo porque el practicante que allí trabajaba se llamaba así. Qué habrá sido de aquel hombre. A mí me daba un extraño escalofrío pasar por allí porque siempre recordaba el soniquete del bote inyectable rodando sobre la mano anillada de Federico antes del pinchazo, pero tenía que hacerlo cada mañana de camino al colegio. Hasta el colegio se convirtió en un aparcamiento con demasiado futuro. Y el contraste entre la curiosidad que me connotaba la librería y el miedo que me inducía la farmacia -con su oscuro habitáculo interior donde se ponían las inyecciones, su penetrante olor al que ahora nos ha acostumbrado el desinfectante a todas horas- producía unas rarísimas sensaciones en mi alma asustadiza de niño descubridor de un mundo en miniatura.

En aquella librería que ahora cierra me compré yo algunas de las novelas que me terminaron de aficionar no solo a la lectura, sino también al juego eterno de querer ser escritor. Allí comprábamos también las seguetas y los paneles para los trabajos de marquetería que hacíamos en la escuela por la tarde, los papeles de carbón para calcar, aquellos botecitos de cola Kliel con que nos pegábamos los dedos. Un mundo que ya no existe.

Con los años, he visto que la librería empezó a vender más productos de bazar que libros, como casi todas las que se han empeñado en sobrevivir, pero siempre que he pasado por allí he presentido aquel cosquilleo inolvidable de entrar para comprar un libro no porque tuviese claro cuál necesitaba, sino porque tenía dinero para darme el capricho de escogerlo al azar y olerlo con ansias antes de hincarle el ojo. También se mueren las librerías. Y nosotros un poco con ellas. DEP.