Corría 1977 cuando conocí a Paco Robles, un chaval que amaba el flamenco, arte que nos unió. Los dos queríamos ser flamencólogos, escuchábamos los mismos programas de radio –los de Miguel Acal y Emilio Jiménez Díaz–, y nos gustaba Antonio Mairena, al que seguíamos por festivales y peñas. Fue en la Peña Flamenca Niño Ricardo, que estuvo en la Cuesta del Rosario, en la Alfalfa, donde conseguimos hablar personalmente con el maestro de Mairena del Alcor, una noche que daba una conferencia sobre el cante gitano-andaluz, como él llamaba al cante andaluz, gitano o flamenco. A Mairena le extrañó que dos adolescentes mostraran tanto interés por el arte andaluz y nos invitó a conocer un día su casa de Nervión. No sé si Paco llegó a ir alguna vez, creo que no, pero yo sí acepté la invitación y en 1978, armándome de valor, tuve una reunión con el genio en el número 12 de la calle Padre Pedro Ayala, donde vivió hasta su muerte, en septiembre de 1983. Cuando se lo conté a Paco se subía por las paredes, porque admiraba al maestro. Y a los dos nos gustaba José el de la Tomasa, que entonces empezaba a ser conocido. Paco era ya un entendido en la materia jonda, sin duda un talento, que si llega a seguir con la idea de escribir de flamenco, seguramente yo seguiría en los andamios. Pero Paco Robles tenía otras aspiraciones, se escritor, ejercer la docencia, el periodismo. Escribía muy bien ya en aquellos años y hoy es una de las mejores plumas del país, un verdadero orfebre de la palabra y un agudo politólogo en prensa y radio. Me parte el alma el hecho de que esté tan grave en un hospital sevillano, tras sufrir un ictus, porque es un amigo del alma y una persona a la que admiro sin fisuras. Un sevillano insobornable, amante de nuestras tradiciones, valiente en sus ideas políticas y, por encima de todo, un grandísimo articulista que sabe retratar como nadie las cosas de Sevilla. No podía imaginar que, aunque el pájaro negro de la muerte busca estos días a quien llevarse de una manera que roza la desesperación, el bueno de Paco estuviera hoy luchando por su vida en un hospital agarrado a una seguiriya tan negra como las que cantaba otro de sus cantaores favoritos, El Chocolate. Que esa seguiriya se vuelva bulería, el cante con el que los gitanos celebran la vida a compás.