Miguel de Cervantes Saavedra murió pobre a pesar de haber escrito la novela por antonomasia de la literatura en español, aquella historia de un hidalgo que se levanta sobre el fiasco del aburrido Barroco español para llevar la vida que le da la gana gracias a que la propia literatura le había abierto puertas a la Mancha... Su gloria literaria, sin embargo, comparable a la de Shakespeare, no tuvo fin después de 1616, y más de cuatro siglos después, sigue intacta en la honorable memoria con la que se nombran colegios como el de mi pueblo, Los Palacios y Villafranca, que no se conforma con la nomenclatura sino que continúa, año tras año, sembrando el amor por las Letras que hasta Don Quijote, desde el fondo de su palpable ficción, nos fue infundiendo a todos, hasta hoy en día, cuando pudiera parecer que lo único que saben los chavales es subir vídeos al TikTok y que todas las innovaciones educativas consisten en reproducir en clase lo que los alumnos ya se llevan todo el santo día practicando fuera de clase.
Un curso más, y ya van 39, el CEIP Miguel de Cervantes ha puesto su broche de oro a la XXXIX edición de su certamen literario en el teatro municipal, bautizado por cierto con el nombre de otro hijo ilustre de aquí al que las miserias de la guerra incivil procuraron confundir en el olvido: el dramaturgo Pedro Pérez Fernández, uno de los más exitosos profesionales de la palabra escénica en las primeras décadas del siglo XX, que firmaba obras a solas y también al alimón con su tocayo de El Puerto Pedro Muñoz Seca, hasta el punto de que a ambos los conocían cariñosamente como Los Pericos...
El caso es que en este teatro, bautizado con el nombre de un palaciego ilustre, el colegio que lleva el nombre del más ilustre escritor español de todos los tiempos, se acordó ayer de otro ilustre escritor de la tierra, tal vez el que más recientemente ha logrado la gloria literaria, y no precisamente gracias al empuje de las administraciones –ni siquiera educativas- sino al tesón de determinados paisanos que, después de haber leído la obra de Joaquín Romero Murube (1904-1969), han decidido, contra miopes criterios convertidos en tópicos, que se trata de una de las más sublimes nacidas de la pluma de un palaciego. Hoy en día nadie pone en duda que el autor de Pueblo lejano (1954) es un digno representante de aquella Generación del 27 que, en rigor, no se redujo a las quedadas más o menos poéticas de la madrileña Residencia de Estudiantes, sino que fue tan ancha como la Mancha que trazó Cervantes sobre aquella Castilla real que no se conformó con sus propios límites geográficos.
El homenaje del colegio público estaba programado para la efeméride del 50º aniversario de la muerte de Joaquín, pero llegó la pandemia y ya sabemos que hizo estragos. Ahora, tres cursos después, el telón del Pérez Fernández se abrió ayer tarde para teatralizar la vida y obra de un escritor que sintió tanto amor por el terruño que lo vio nacer que, desde la capital hispalense que convirtió en la capital de su quehacer periodístico, no dudó en dedicarle la obra en prosa poética más rotunda de todo el siglo XX andaluz: ese Pueblo lejano que no fue sino una metáfora universal de la nostalgia por la íntima patria perdida, que siempre tuvo más que ver con el tiempo irrecuperable que con el espacio de todos. No en vano, los guionistas de la obra de ayer, los maestros Javier Salguero y Emilio Gassín, no dudaron en titularla De risa y ternura, acordándose del final de aquella obra imperecedera inspirada en el mismo pueblo que vio nacer a Joaquín y que ayer tarde se subrayaba: “¿Lejano? ¡No! De acacia y sol, de risa y ternura, de azahar y estiércol, de cal y matojos silvestres, agrio y dulcísimo a una vez, vivo, presencia perenne en la felicidad de mis ojos”.
Es una delicia, un milagro, una esperanza concreta ver a niños de cinco, ocho o diez años indagando desde mucho antes de subir al escenario en los recuerdos de infancia de un paisano que vivió aquí hasta los nueve años; en aquella revista que coordinó para el 27 desde este Mediodía sureño en el que escribieron sus más célebres compañeros, desde Lorca hasta Vicente Aleixandre; en la muerte del torero que hizo posible el nacimiento de la Generación, Ignacio Sánchez Mejías; en los Reales Alcázares que fueron el palaciego hogar de un Joaquín convertido para siempre en su más refinado alcaide. Es una delicia, un milagro, una esperanza concreta que los niños de hoy, desde el Cervantes, sean capaces de mantener viva la llama del amor por las Letras, incluidas las que germinan en su mismo suelo para los niños del mañana.