Rosalita en Idomeni

Bajo el lema ‘Ni silencio ni olvido’, la Asociación de la Prensa de Sevilla ha implicado a los periodistas para que no se desvíe la atención sobre la crisis de los refugiados

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23 abr 2016 / 23:00 h - Actualizado: 23 abr 2016 / 22:22 h.
"Inmigración","Scripta manent","Refugiados","Crisis de refugiados"

Como si fuera un mantra para conjurar los buenos augurios; como si fuera una oración con la que dibujar un futuro de paz, cada vez que he conocido una situación de infortunio he recomendado mi canción favorita de Springsteen: Rosalita (Come out tonight). También he necesitado, angustiado, obligarme a escucharla. Además del favorable efecto que los ritmos del rock tienen sobre el estado de ánimo, otros aspectos de la composición ayudan a despejar la cabeza de tormentos y tristezas. Sobre todo, hay dos versos que encierran un mensaje de esperanza que motivan que recurrentemente haya escogido ese tema musical para despejar aflicciones propias y tratar de ayudar a despejar las de aquellos a los que quiero. Escribió el genio de New Jersey, en medio de la letra que glosa un amor prohibido: «Algún día miraremos atrás y todo esto nos parecerá divertido» Si es que pudiera caber una única sonrisa en el recuerdo de tanto dolor.

En esta semana en la que la Asociación de la Prensa de Sevilla ha puesto en marcha la campaña #AcojamosALosRefugiadosYa la canción no ha dejado de sonar en mi subconsciente. No he estado en el campamento de refugiados de Idomeni. Tal vez el más dramático. Tal vez el que mejor habla al mismo tiempo de las miserias humanas y, paradójicamente, de la grandeza de las personas. No he pisado su barro ni he hecho cola en sus letrinas. No he jugado con los niños ni llorado con sus padres. No les he colocado un auricular de mi reproductor de música para que escuchen esos versos de Rosalita que encierran tanta esperanza. Pero me he imaginado paseando por el pedregal sobre el que se dispone una ciudad de telas frágiles, dispuesta en un mosaico sin orden de tiendas de campaña, buscando a una muchacha a la que dibujar un paraíso de certidumbres. Un futuro con brillo de paz —y no de angustia— en sus ojos. He buscado a Rosalita en el campamento de la frontera entre Grecia y Macedonia que se ha convertido en uno de los símbolos de la crisis de los casi 900.000 refugiados que aporrean las puertas de una Europa que se hace la sorda ante una insistencia trágica, inspirada por la necesidad. Incluso a pesar de que otros símbolos aún más duros, como el de niños que durmieron su último sueño sobre las olas agonizantes de una playa con la que soñaron sus padres, estuvo a punto de romper la dura cáscara de la conciencia del viejo, grande y pretendidamente justo y noble continente.

También pasará este nuevo impulso a una solidaridad que solo existe aquí: en bits o el tinta en las páginas de un periódico, digital o impreso. En planos de televisión. En voces moduladas en la radio. En pancartas que portaremos en manifestaciones en la calle. En chapas que luciremos sobre la solapa. En soflamas que lastimarán nuestras gargantas.

Pero no abriré las puertas de mi casa a una familia que ha recorrido miles de kilómetros buscando vida. Porque es vida lo que buscan quienes huyen de la muerte. No tendré ni la vergüenza, ni la honestidad, ni la valentía, ni la generosidad de renunciar a mis comodidades para abrirles una puerta a la esperanza. A que, como esa Rosalita a la que busco en sueños en los que no me reconozco entre las tiendas de Idomeni, puedan aspirar a unos días en los que esos otros momentos de desesperanza resulten incluso divertidos en el recuerdo.

No lo dejaré todo. No saldré una mañana para poner rumbo al Este desde el que nace con el amanecer la desesperación de miles de familias que sueñan simplemente con cruzar una frontera tras la que imaginan el sosiego.

Me bastará con haber escrito este artículo. Con haber prestado media hora de mi apretada agenda para lanzar un mensaje a través de una cámara, ensayando ante el espejo la más hipócrita de mis muecas de aflicción. Será suficiente para calmar a mi conciencia acomodada con buscar en las redes sociales a todos aquellos que hayan secundado la campaña para difundir sus mensajes. Con mucho esfuerzo, seré capaz de arañar un puñado de euros del presupuesto familiar para ayudar a esas organizaciones en las que militan ciudadanos que son mucho más valientes de lo que yo estoy dispuesto a permitirme (y siempre que no suponga renunciar a ninguna de las comodidades que disfruto).

Y no es eso lo que necesita la Rosalita a la que yo busco en los sueños que la cobardía me impide hacer realidad. No es eso lo que pretende la Asociación de la Prensa de Sevilla que ha puesto en marcha esta campaña. No busca en mí al periodista con una supuesta y relativa capacidad de influencia sobre la sociedad, sino al ciudadano europeo que debería encontrar el coraje para hacer todo lo que en estas líneas he confesado que no haré. Ni siquiera tomando conciencia de que mis propios abuelos se vieron en circunstancias muy parecidas a las que hoy viven los refugiados sirios, iraquíes, afganos, kurdos o paquistaníes que se agolpan a las puertas de la Europa libre y próspera.

A mí no me habría bastado con artículos en periódicos y gestos de buena voluntad. Habría exigido ayuda para los míos. Pero yo, hoy, al menos... después de esta confesión, puedo disfrutar de la tranquilidad de un domingo sin remordimientos. Aunque no sea capaz de encontrar a Rosalita.

No es a periodistas, ni a abogados, ni a empresarios, ni a políticos a quienes necesitan los refugiados. Sino a personas como ellos que seamos capaces de identificarnos con su desgracia hasta hacerla nuestra. ¿Somos capaces? Acojamos a los refugiados, ¡ya!.