Viéndolas venir

Sin comerlo ni beberlo

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Álvaro Romero @aromerobernal1
30 jul 2020 / 10:51 h - Actualizado: 30 jul 2020 / 10:59 h.
"Viéndolas venir"
  • Sin comerlo ni beberlo

Sin comerlo ni beberlo, a uno de esos templos gastronómicos de Sanlúcar de Barrameda le ha caído la del pulpo porque se extendió como la peste que había sido allí donde a Monedero, el de Podemos, lo habían insultado hasta que el político se tuvo que ir. Y no es cierto. El restaurante donde Monedero nunca fue -y adonde debería ir; no sabe lo que se pierde- es Casa Bigote, en Bajo de Guía, donde se enfilan frente a Doñana una serie de restaurantes cuyo lujo no ha sido nunca exclusivista, sino integrador con la cartera, la dignidad y las ganas de disfrutar de los productos del mar de todo el mundo.

El político acudió a una peña -ni siquiera un bar- de una zona intermedia entre Sanlúcar y Chipiona que paradójicamente llaman La Reyerta, a unos cuantos kilómetros de Bajo de Guía. Pero como al dueño lo conocen en la zona como El Bigote, enseguida se construyó ese reportaje populachero, maniqueo y alérgico a la realidad que consistió en difundir por los móviles y las redes sociales que quien tanto había predicado el jarabe democrático y el ser del pueblo llano sabía muy bien dónde comer, pensando quizá que la verdadera Casa Bigote era un sitio rancio donde solo paran los pijos. El caso es que la mayoría de quienes han dicho, comentado y vilipendiado, incluidos algunos medios de comunicación, ni siquiera han ido jamás a Casa Bigote. Pero hablar es gratis, y hoy más.

El asunto está rodeado de injusticia, al margen de la sufrida por el político en cuestión, que tiene derecho a acudir donde le dé la gana, porque por debajo de lo ocurrido palpita la injusta creencia de que parte de la culpa de que unos desaprensivos se dedicaran a insultar a un personaje conocido la tiene el propio establecimiento. Y se ha construido una improvisada campaña de boicot para que la gente no fuera al restaurante. Como si el restaurante, en el que ocurrió o en el que no había ocurrido o en todos los demás, no tuvieran otra cosa que torear, con la que está cayendo, que la falta de educación de un aleatorio porcentaje de sus posibles clientes.

El mundo hostelero ha sufrido en los últimos meses la mayor crisis que habían podido imaginar incluso los patriarcas fundadores de algunos de estos restaurantes con solera: que la gente no pudiera ir a tomarse siquiera una copa por culpa de un bicho. Y lo último que necesita es que otros bichos se dediquen, también ciegamente, a arrojar basura sobre un sector de la economía que debe ser admirado por su histórica capacidad de sacrificio y su sentido democrático antes de que lo predicara nadie, ni los políticos ni esos ciudadanos que se ponen tan finos sin saber.