Hace años que se rompieron las fronteras para nuestra Semana Mayor, que se superaron los estrechos marcos de una Ciudad emblemática de España pero durante siglos encerrada en sí misma. La suprema belleza de las cofradías en las calles, la conjunción perfecta de arte religioso y entorno urbano y, sobre todo, la espiritualidad y el sentimiento religioso que envuelve esos días a los sevillanos y visitantes, la convierten en una manifestación de renombre universal. Me decía hace un par de años el Inspector General de los Salesianos que él, habiendo conocido todos los países del mundo donde está presente la Iglesia Católica podía asegurarme que no existía ninguna manifestación religiosa tan impresionante como la Semana Santa sevillana.
Apenas se sale fuera se percibe el aprecio por «la Pasión según Sevilla» –en la ya clásica expresión de Joseph Peyré– y el influjo del arte hispalense, de sus pasos procesionales o sus Sagradas Imágenes. Un fenómeno que puede llegar a ser excesivo, especialmente cuando se produce en latitudes más lejanas y culturalmente distintas. Algo que debe hacer reflexionar aquí y allí, buscando equilibrar esos influjos sevillanos con las manifestaciones populares locales que enriquecen el Patrimonio de todos. Desde aquí, desde el corazón de esta ciudad, se acoge al que viene de fuera, y se brinda apoyo a esa Sevilla que rebosa de sus límites y se expande en cualquier lugar del mundo. Ser referencia universal implica un serio compromiso, no puede ser nunca ni un trofeo de excelencia turística ni un halo de superioridad artística.
La Semana Mayor Hispalense debe seguir siendo única por la profunda religiosidad que emana de sus depuradas formas. Vaya todo mi cariño a la querida Hermandad del Gran Poder y la Macarena de Madrid, que abrieron de la mejor manera posible, con la mayor fidelidad imaginable, ese camino cofrade sevillano hace ya 78 años, en la mismísima Capital de nuestra Patria.
