Se acaban de cumplir cien años del nacimiento del poeta sevillano Rafael Montesinos, para mí uno de los mejores soleaeros de todos los tiempos. No es que cantara, aunque escribir es una forma de cantar. Y escribir como Dios, una manera de cantar como Dios. Una soleá de Montesinos, de tres o de cuatro versos, es una obra maestra.
Haz caso a lo que te digo,
que nunca le he puesto letra
a copla que no he vivido.
Yo le hubiera dedicado una noche en la Bienal con motivo del centenario de su nacimiento. En el festival sevillano no son mucho de homenajes a literatos ligados al flamenco. Hace muchos años, y lo recuerdo como un ensueño, el poeta y escritor Félix Grande me presentó a Montesinos en la presentación de un disco de Paco de Lucía en Madrid y cuando le hablé de Sevilla, de la Alameda de Hércules, el Barrio de la Feria y San Juan de la Palma, se le iluminaron los ojos. Pero me dio la sensación de que veía muy lejos la ciudad donde recibió su primer beso de luz, que diría su admirado Bécquer. Era sevillano, aunque vivió desde muy joven en Madrid y los desgarros tienen mala cura. Hablamos de eso, del desgarro que es alejarse de la madre tierra, aunque a la larga sea bueno. Cuando tuve que emigrar de Palomares del Río, de aquel paraíso que era Cuatro Vientos, me despedí de todos los olivos cercanos, uno a uno, y en el camino hasta Sevilla escribí mi primera soleá de tres versos, seguramente pensando en Montesinos, aunque no lo conociera. Ni siquiera sabía lo que era una soleá, pero quería homenajear a los olivos:
Los olivos de mi infancia
los regaba con el llanto
para que no me olvidaran.
Lo hubiera homenajeado en la Bienal, en la Alameda, con seis grandes soleaeros de este tiempo, de pueblos como Lebrija (José Valencia), Mairena del Alcor (Manuel Cástulo) o Alcalá de Guadaíra (Antonio Hermosín), por citar algunos. Y al baile, Carmen Ledesma, la más profunda de Sevilla. No cuesta tanto hacer bien las cosas y don Rafael merecía un detalle para que lo sevillanos supieran quién era y, evidentemente, también los intérpretes del cante. Canto diariamente soleares de Montesinos y no soy cantaor. Es como una necesidad. El pecho empieza a dar botes y cuando eso sucede hay que abrirle la jaula al pájaro del duende.
Cántame una soleá
como si fuera la última
que me quisieras cantar.