El primer otoño –y el halo del cincuentenario de su muerte- es la mejor ocasión para releer a Joaquín Romero Murube y empaparnos del imaginario de aquel conservador del Alcázar que cortaba las mejores flores de los jardines franceses para su Virgen de la Soledad. ‘Sevilla en los labios’ es uno de los testamentos más hermosos de la ciudad que dejó de ser arquitectura de tejados y espadañas, damero de calles, tipos o costumbres para convertirse en un sentimiento interior y, posiblemente, en un ejercicio de melancolía.
El texto logra recuperar la Sevilla desmoronada entre la indiferencia de los suyos y pinta un paisaje con figuras que posiblemente ya tampoco podía ser como fue, sino sólo como se recordaba. Pero la lectura nos lleva a algunas piezas de recreo como Por la tarde de marzo, un texto tan breve como evocador que traza, pincelada a pincelada, los colores de la ciudad –pétalo, polen, aroma- desde la luz nueva que empapa las calles hasta “el calvario infinito del Aljarafe, lleno de las eternas cruces de los olivos”.
Romero Murube navega entre la impresión y el recuerdo y quiere oír “ecos indecisos, vagos, de cornetas, sueños, procesiones” pero sobre todo fija el canon de la ciudad culta que se derrama como agua entre las manos. La paleta de colores conduce, sin camino de vuelta, a las plantas de Jesús Nazareno. Pero la reflexión es otra: el escritor soleano sigue la estela marcada por José María Izquierdo en la que convergerían también –de una u otra forma- Cernuda, Chaves Nogales, Juan Sierra, Núñez de Herrera, Laffón o Montesinos para crear un cuerpo literario, una ciudad soñada que aún sigue alimentándonos.
Pero no se puede hablar de Romero Murube –ya ahondó en ello mi tocayo Álvaro Pastor en un artículo memorable- sin ahondar en sus soledades. Contaba el propio escritor que descubrió la soledad –con minúscula- en una tarde de verano en la que toda la familia se marchó a los toros y quedó –solo- en la inmensidad de su casa estival: “Todo Sanlúcar estaba vacío. También mi casa. Yo nacía a la soledad”. El escritor palaciego describe en el ‘Exordio’ de ‘Los cielos que perdimos’ la soledad “como algo que nos une con las entrañas misteriosas de todo lo creado” pero, sobre todo, como una inesperada desolación pintada de “cal y sombra”.
Pero esa soledad existencial del recordado poeta no fue la única. Hubo otras, escritas con mayúsculas. La primera fue su mujer, doña Sol Murube; pero la más conocida es la Soledad que Joaquín vio caminar en las tardes del Viernes Santo, sola, “entre la sombra y el silencio de las calles”. El poeta recibió la primera Medalla de Oro de la corporación de San Lorenzo. Se la entregaron sus hermanos de túnicas blancas y escapularios negros. Hoy está engarzada en la inmensa ráfaga que distingue a la última dolorosa de la Semana Santa de Sevilla sobre el paso de azucenas que le pintó Santiago Martínez.