El domingo vi en el Maestranza el espectáculo del Ballet Nacional de España inspirado en Sorolla. Hacía tiempo que no veía algo tan bello. Desde que te sientas hasta que aplaudes de pie, entras en un mundo mágico de danza, pintura y colores del cielo, estás en el mar, en el norte, en el sur, en un viaje de transiciones perfectas. Esta visión del folclore a la luz de Sorolla está inspirada en las catorce obras que la Hispanic Society of America de Nueva York encargó al pintor en 1911 para mostrar la diversidad de España y la puesta en escena de este espectáculo es tan brillante que entre muñeiras, jotas, fandangos y sardanas, ves las pinturas, el alba, los crepúsculos, el agua. El escenario es un juego de marcos, en el centro, a los lados, en el fondo, que trabaja cuatro dimensiones donde se despliegan los bailarines, el vestuario, las voces, los cascabeles y los elementos, la tela blanca de la luz, la tela roja que se mezcla con el río y el cielo, las sillas de colores que el ballet mueve como si fueran pasos o alas.
Cada instante del único cuadro, La fiesta del pan, El encierro, El palmeral, Los nazarenos, El baile, pasa de uno a otro acompañado por naranjas del cielo, tintas en el agua, las maravillas de la luz y la fusión de los sueños con los paisajes. Se ve en escena el jardín de Sorolla, su amado jardín reflejado en los colores que le daban inspiración y descanso, sus rosales amarillos, sus adelfas, sus alhelíes, su naranjero.
Cuando sales del teatro, te sientes feliz porque has visto algo bello, luminoso, algo que volverías a ver y te deja con ganas de más. La cultura es la última de la fila en los presupuestos de los gobiernos que ignoran dónde está la luz y de los gobiernos que saben perfectamente dónde está y se dedican
a taparla. No han aprendido que es imposible tapar el sol con un dedo. Es imposible esconder el arte, eso que nos regalan los artistas en eternidad aunque ellos mueran de hambre. Literalmente, viven del aire. Por eso siguen aquí. Buen fin de semana. Hasta el sábado que viene.