Por José León Calzado, Historiador de Arte

Antonio Susillo encarna la imagen perfecta del escultor puro, un artista de portentoso genio creativo, mano firme, destreza virtuosa y dotado de un espíritu refinado capaz de plasmar sus inquietudes en las más variadas tipologías y técnicas escultóricas.

Como hijo del Romanticisimo, la vida y obra de Susillo guardan muchos enigmas. Su difícil final, hace ayer 120 años, demoró en el tiempo una maraña de leyendas e interpretaciones cabalísticas que confunden su verdadero talento e identidad. Ello ha generado una situación bien paradójica, pues si tales historias y la situación céntrica de sus más famosas obras le han aportado una gran popularidad entre los sevillanos, es realmente un absoluto desconocido debido a estos mitos, a los errores que salpican su trayectoria y, muy especialmente, a la inexistencia de un estudio historiográfico que aborde su figura en toda su dimensión.

La imagen de Antonio Susillo proyectada en su tiempo por la prensa nacional, muy interesada en sus nuevos trabajos, trazó una estela que lo elevaría como la figura genial de su época, a la altura de Mariano Benlliure, cuando alcanzaba los 35 años. Los principales mecenas de entonces le confiaron no poco encargos, recibió importantes honores y los jurados de los certámenes artísticos se rindieron ante el artífice sevillano, cuya obra encendía los elogios de una crítica especializada, que dudaba si ésta procedía de la inspiración poética o era la propia poesía la que se escribía a partir de tan líricas creaciones.

La actividad artística de Susillo fue muy prolífica, pero sólo se dilató algo más de catorce años. Un dato que nos revela a un trabajador incansable, de infinita inspiración y con un carácter enérgico y decidido del que dio muestras cuando defendió su vocación ante las reticencias paternas. Los manuscritos hallados junto a su cadáver descubren a un artista plenamente consciente de su valía y preocupado por la dignidad de la escultura. Al igual que los poetas de su tiempo, como Bécquer, plasmó su concepto de la vida, según observaba con su profunda mirada y trazaba con la minuciosidad de su paletina de marfil al servicio de una meditación reservada, cuyo distanciamiento imponía su propio misterio.

En Sevilla su legado representa el paso trascendental desde la imaginería barroca, encargada por las cofradías y el clero, a los grandes monumentos y la escultura civil, que se promovían desde las entidades sociales y particulares. Fue un compendio de la tradición escultórica sevillana, pues asumió su concepto, pero innovó en las formas, abriendo nuevas vías estilísticas para los celebrados nombres que le sucederían en el siglo XX. Cada una de sus obras se distingue por el toque peculiar de su genio, un sentido poético que introduce en la materia que modela con una maestría extraordinaria. En su producción volcó todo lo aprendido en París y Roma, dejó reflejada su admiración por Carpeaux y Rodin y finalmente, experimentó unos recursos técnicos inéditos, que anuncian lo que habría de llegar décadas después.

En el barro sorprenden la armonía compositiva y la facilidad con la que define las figuras, combinando la precisión más rigurosa con la libertad de unos trazos sueltos muy efectistas que conectan directamente con el espectador. En el plano de los monumentos públicos es un autor insuperable no sólo en la ejecución brillante, sino en la concepción intelectual de las composiciones, pues están planteadas otorgándole una especial relevancia iconográfica, que sintetiza los hechos biográficos más significativos del homenajeado. De este modo, consiguió intensificar la proyección de su memoria y subrayar los valores sociales que simbolizaba.

En pro de la expresividad realista en la que se movía, sus últimas obras, y en concreto el Crucificado del Cementerio, corroboran la heterodoxia a la que se dirigía a través de la investigación de los materiales y de un acusado desmarque respecto a cuestiones como la pulcritud de los acabados. Una nueva plástica que, gracias a su pericia y a la posible influencia de las futuras vanguardias, podría haber concluido en unos resultados muy felices de no haberse cruzado la fatalidad.

Pocos escenarios quedan ya donde respirar aquella Sevilla romántica que él vivió. Sin embargo, por su inspiración y discurso parece que no ha pasado el tiempo. Así, no es difícil encontrarse hoy con la personalidad del artista de la Alameda, que permanece aún en esas esculturas de nuestros espacios públicos, un patrimonio de todos, que sólo hay que contemplarlas para comprender lo mucho que nos quiere contar todavía Antonio Susillo.