Tribuna

Tengo miedo

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10 abr 2020 / 19:55 h - Actualizado: 10 abr 2020 / 20:01 h.
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  •  Tengo miedo

Me levanté un día del mes de marzo pasado completamente turbado por las noticias que hablaban de la gravedad de la pandemia y de la inminencia del decreto de estado de alarma para evitar su propagación y aminorar sus posibles consecuencias. Me sentí apesadumbrado y se aflojaron, en el momento, algunos de los hilos que tejen mi conducta habitual. Mi vida antes era plácida, rutinaria y transcurría sin grandes sobresaltos. Durante unos cuantos días, viví con una gran mezcla de preocupación, y por qué no decirlo, de angustia derivada del miedo compartido, me atrevería a decir, por una gran mayoría. Luego, recapacité y empezó mi proceso de adaptación al nuevo ambiente, haciendo valer mis conocimientos profesionales y mis recursos personales. Mi miedo se ha atenuado profundamente, pero no me produce ningún rubor confesar que todavía quedan en míi unos rescoldos del impacto que me produjo, procurando con ahínco que la ansiedad no sea mi habitual compañera.

Esta situación de miedo me traslada a una vivencia mía, de muy diferentes características, que deseo compartir, permitiéndome emitir unas reflexiones que, por supuesto, pueden ser muy discutidas. Nací y crecí en una tierra del Tercer Mundo, una república bananera, donde la miseria insolente y la violencia son endémicas, y la economía, administrada a su libre albedrío por unas cuantas familias. Allá, a finales de los años 60, la dictadura no escatimaba esfuerzos, ni métodos para acallar al pueblo a la más benevolente crítica, al menor comentario desfavorable o actitud calificada de sospechosa, siempre que interpretaba o intuía que la intención era rasguñar o tambalear su poder. Los disidentes u oponentes políticos eran perseguidos sin aliento, ni compasión, algunos de ellos vilmente asesinados, mientras que otros, no con más suerte, iban a llenar las estrechas e inmundas ergástulas del régimen, que compartía su siniestra fama con las más feroces autocracias de su generación. Sus esbirros, su milicia... ejecutaban de forma despiadada cumpliendo sin rechistar y sin el menor arrepentimiento su deber de acatar las órdenes del Jefe, lo que la pensadora alemana Hanna Arendt llama la banalidad del mal.

Me acuerdo con alegría y algo de nostalgia del reducido grupo de amigos, un sexteto, que formábamos en los dos últimos cursos de la enseñanza secundaria, por los años 1968-1969, y con amargura de algunas de nuestras improvisadas reuniones mantenidas al mediodía, después de acabar las clases, comentando los últimos actos protagonizados por el sátrapa y su camarilla. Se fraguó una profunda confianza entre nosotros, quebrada a veces por el miedo y por los rumores que circulaban sobre la omnipresencia del “ líider de la revolución “, alimentada por las declaraciones de los aduladores del dictador. Era un miedo cerval, pero nos arriesgábamos a seguir hablando, no con la pretensión, ni mucho menos, de ser unos héroes, sino inconscientemente para desfogarnos y al mismo tiempo aliviarnos de tanta opresión y represión, lo que inquietaba sobremanera a nuestros padres. Todavía me hiela la sangre al acordarme de los militares fusilados, de las numerosas familias desmembradas, rotas por la angustia, el llanto y la desesperación, y del clima de terror instalado.

No quiero, de ninguna manera, minimizar o minusvalorar los nocivos efectos psicológicos y de otra índole que entrañó este poder totalitario que gobernaba mi patria, pero la sensación de miedo actual en esta crisis, generada por la aparición del Coronavirus, difiere mucho, a mi parecer, del relatado anteriormente. El primero es un miedo físico, palpable, que nos amenaza y que repercute sobre nuestra psique; procede de un enemigo visible. Mientras que el que nos ocupa es radicalmente distinto, porque no tiene rostro. Es incisivo, amorfo, etéreo y se lo vive peor. Destruye silenciosamente y su invisibilidad impone respeto y temor, porque puede anidar en cualquiera de nosotros. Parece imponer un castigo, como diría el poeta francés Jean de La Fontaine en su fábula ” Leos animaux malades de la peste” refiriéndose a una imaginaria epidemia de la peste , un ”mal que el cielo en su furor inventó para castigar los crímenes de la tierra“ expresado en este descriptivo verso , y nadie se libra de su influencia, de su poder, y por ende genera ansiedad, sentimientos de desprotección y perturba la esencia de nuestro ser. Ninguno está a salvo, se trata de observar escrupulosamente las medidas profilácticas, de extremar las precauciones, y se tiene la sensación, a veces, de no estar aplicando de forma literal y rigurosa los consejos e indicaciones prodigados. A todo lo anterior, hay que añadir y poner el acento sobre el largo e inacabado confinamiento impuesto, la potente letalidad de la pandemia y su universalidad, lo que infunde una mayor intranquilidad e imprime un plus de peligrosidad al Covid 19. Por eso, el miedo se ha incrustado en nuestros poros.

Conviene no distraernos por las distintas teorías, muy contradictorias muchas, que circulan sobre el origen de este agente patógeno que ya ha causado descomunales desgracias en la sociedad, sino más bien aglutinar nuestros esfuerzos para ayudar a los actores que luchan, al precio de sus vidas, contra este mal que se ha instalado entre nosotros. Tenemos la capacidad de acomodarnos a las situaciones- límite, como las guerras, las catástrofes naturales, etc., ..y esta es una de ellas, pero no puedo dejar de pensar en estos seres indefensos que viven en poblaciones de América Latina, de Asia y África, completamente desprovistas de los más rudimentarios medios para sobrevivir a esta tan virulenta y cruel plaga. Tengo miedo al constastar que no llego a alcanzar la verdadera dimensión de este mal.

El doctor Alix Coicou es médico- psiquiatra.