Todos los santos

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24 dic 2018 / 09:52 h - Actualizado: 24 dic 2018 / 09:55 h.
"Excelencia Literaria"
  • Todos los santos

Por Miguel María Jiménez de Cisneros, ganador de la X edición de www.excelencialiteraria.com

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Hacía frío y la noche estaba al caer cuando la ciudad comenzó a agitarse. Era 31 de octubre, fiesta de Halloween, declarada por las autoridades de interés nacional diez años atrás, a instancias del Gobierno Global.

En los comercios las telas de arañas, las calabazas huecas y las figuras de brujas o de fantasmas ocupaban los escaparates. Había grupos de niños que, disfrazados de muertos, de monja malvada, de fantasma, de Frankenstein, de hechicera o demonio corrían alborotando en busca de caramelos y chucherías, al grito de «truco o trato». Los más aguerridos iban provistos de huevos con los que castigar a los vecinos que no les abrieran la puerta o se negasen a contribuir al botín azucarado.

En una discoteca cercana todo estaba preparado: lonas negras, telas de araña, calaveras y alusiones al infierno tales como cuernos de diablo, llamaradas de fuego o bestias realmente feas decoraban las distintas salas. Hasta las botellas de alcohol y los vasos venían ornamentados para la ocasión. Con la promoción Inferno esperaban llenar el local aquella noche, pues los relaciones públicas habían difundido por las redes sociales, con bastante éxito, el evento con el que se reinauguraba la sala Allnight.

Tampoco faltarían aquella noche los petardos. Lo que no estaba previsto eran los fuegos artificiales, reservados para Nochevieja. Los cines habían programado una serie de películas de terror para la ocasión. En los bares y restaurantes había menús especiales: el Menú Calabaza, el Menú Drácula...

El ayuntamiento había convocado a los ciudadanos a las once de la noche, para celebrar un acto de condena a la persecución de brujas en el pasado oscuro de la civilización, así como para conmemorar el décimo aniversario de la declaración de Halloween como evento de interés nacional. Estaban invitados cerca de trescientos cargos públicos de diverso rango. Además, los semáforos permanecerían en ámbar durante la noche, a propuesta del concejal de cultura, que había sido felicitado con júbilo por sus colegas de partido.

En la plaza mayor se encontraban apostados, en un lugar apartado, dos policías municipales. Guardaban silencio a la par que fumaban mientras observaban los movimientos en la plaza. Simulaciones de tejido arácnido y guirnaldas de color naranja y negro recubrían el arbolado y las farolas.

Entre risas, muchos comentaban la divertida idea del ayuntamiento de colocar grandes carteles con cada uno de los siete pecados capitales sobre la fachada del consistorio.

—El culto a la muerte ha comenzado —sentenció sombrío uno de los policías.

Y se arrebujó en su oscuro anorak.

A las afueras quedaba el cementerio y, junto a él, una pequeña iglesia. Aquella noche también allí se había reunido un grupo.

El interior del templo estaba iluminado. El incienso perfumaba el espacio y una gran custodia dorada presidía el altar. Los fieles adoraban al Santísimo. No eran muchos, aunque los había de todas las edades: abuelos, adultos, jóvenes y niños. En torno al altar y junto a una imagen de la Virgen ardían las velas.

Un anciano sacerdote se encontraba arrodillado tras la custodia. Vestía prendas litúrgicas de color blanco, el propio de las festividades litúrgicas. De pronto las notas del órgano invadieron la estancia y el coro entonó las letanías que veneraban a Todos los Santos.