No es la primera vez que ocurre una desgracia así, pero viniendo de donde veníamos, el retorcimiento de la tragedia ha sido descomunal. Primero fue un año sin Cabalgata, y luego otro con mascarillas que habíamos conseguido olvidar. Esta vez las Cabalgatas de toda Sevilla han lucido como nunca. Ayer en mi pueblo, por ejemplo, la literalidad de la población se echó a la calle para balancearse en el aire mágico de una tarde que explosionaba de color. La festiva procesión se tocaba a sí misma por las esquinas, en el colapso jovial de miles de carritos de bebés. Ya caída la noche, Los Palacios demostró en el marasmo de su callejero hasta qué punto la alta natalidad es una de sus características históricas. Los más pequeños asomaban sus cabecitas desde sus capazos, incrédulos ante el cúmulo de fantasía; los que estaban en brazos ansiaban volar para tocar lo que sus ojos no creían; los que se tiraban raudos por el suelo, ahítos de regalos llovidos del cielo, no hubieran podido imaginar jamás que tan cerca de aquí, en Marchena, una concatenación de mala suerte terminaría suspendiendo el sueño compartido. Y sin embargo aún dio tiempo a que las Cabalgatas concluyeran todos sus hechizos, sus animaciones, sus milagros, sus derroches de conjuro sideral.
El tractor fuera de control, el ínterin de su conductor fuera de sí mismo, del gentío rumiando la muerte y de esa mujer atropellada duró apenas dos segundos cuya carga de maleficio ha sido capaz de alargarse hasta este amanecer en que todo parece mentira. No es justo ni lógico ni tolerable ni de recibo lo que ha pasado. Supone un trago de tan mal gusto que, desde lejos, nuestros corazones compungidos no van a poder solidarizarse justamente con las víctimas, aunque lo intentamos. La tragedia nos pone sobre aviso una vez más, con verso de Lope: que un cielo en un infierno cabe.