La Gazapera

Un cuarto de siglo sin Antonio

Image
Manuel Bohórquez @BohorquezCas
06 feb 2021 / 09:01 h - Actualizado: 06 feb 2021 / 12:01 h.
"La Gazapera"
  • Un cuarto de siglo sin Antonio

Se acaban de cumplir veinticinco años de la muerte de Antonio Ruiz Soler El Bailarín (Sevilla, 1921-Madrid, 1996), y en noviembre se cumplirá el primer siglo de su nacimiento. Era de Sevilla, aunque se note poco. Sin la menor duda, Antonio es la figura más importante que ha dado el arte flamenco en nuestra ciudad, que ya es decir porque aquí nacieron Silverio Franconetti, Pastora Imperio, la Niña de los Peines, Manuel Vallejo, el Niño Ricardo o Manolo Caracol. Pero ninguno llevó el baile, nuestra danza, más lejos que Antonio, aquel niño prodigio que iba a la academia de Realito a soñar despierto con llegar a igualar a Miracielos o Antonio el Pintor, a los que mejoró en todo. Nunca entenderé cómo Sevilla tiene tan olvidado a este genio del baile y aún no existe la Casa de Antonio o el Museo de Antonio. Eso sí, y es bueno resaltarlo: el genio tiene un mausoleo espectacular al lado del váter del Cementerio de San Fernando de Sevilla, entrando en el camposanto a la izquierda, cerca del de Joselito. O sea, que no lo ves si no vas a hacer pipí o popó.

Tuve la inmensa suerte de tratarlo personalmente en 1986, con motivo del Concurso Nacional de Flamenco de Córdoba. Me lo presentó mi maestro y compadre Emilio Jiméne Díaz en Casa Salinas, en plena Judería, y cuando me vio tan grande, dijo: “Ya tengo guardaespaldas para estos días”. Y así fue. Tuve la suerte de andar con él por las calles de Córdoba agarrado de mi brazo y aquello fue de una emoción inenarrable. Tenía Antonio entonces 65 años y estaba aún de buen ver, ligero como un gorrión y con la cabeza más despejada que una mañana primaveral sevillana. Era un placer escucharlo hablar de la Macarrona y la Malena, de Fernanda Antúnez y el Maestro Otero, de Realito, la Niña de los Peines y Antonio Mairena. Sabía de la Alameda tanto como de baile, que ya es decir. Recordaba cada corral y cada tabanco con una claridad increíble, capaz de dar detalles ya enterrados por los sevillanos, como decorados, balcones preñados de flores o veladores de la calle que olían a NPU y altramuces.

Cuando Antonio nació la Alameda era aún una mina de arte. La Niña de los Peines vivía entonces en la misma Alameda con su madre, Pastora Cruz Vargas, de Arahal. No llegó a conocerla, pero recordaba cómo le hablaba de ella la célebre cantaora gitana, con enorme admiración y respeto. Recordaba también la cara triste de su hermano Tomás, siempre viviendo en la amargura y a la cuarta pregunta. O el señorío de Arturo, el mayor de los tres hermanos artistas, esposo de la maestra Eloísa Albéniz. Antonio tendría que haber escrito un libro sobre la Alameda que conoció de niño, cuando aún existían los reservados donde se buscaban la vida el Niño Gloria y la Moreno, Luisa la Pompi y el Bizco Amate. “Era la Universidad del arte”, llegó a decirme, y se lamentaba de lo displicente que era Sevilla para las cosas del flamenco y del arte en general, como presintiendo que también él caería en el olvido cuando se fuera, como así ha sucedido, siendo el artista más grande que dio esta ciudad en el siglo XX.

A los veinticinco años de su muerte, casi nada recuerda que Antonio nació en nuestra ciudad. Esperemos que se conmemore el centenario de su nacimiento como merece un artista tan grande.