Viéndolas venir

Un diluvio

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Álvaro Romero @aromerobernal1
14 may 2020 / 11:30 h - Actualizado: 14 may 2020 / 11:32 h.
"Viéndolas venir"
  • Un diluvio

Debería seguir lloviendo con determinación hasta que se limpiase toda esa atmósfera de mentiras, bulos, engaños, cinismos, frivolidades, montajes, disimulos y maquiavélicos intereses como conforman la peor cara de la pandemia.

Una lluvia fina, sin estridencias, sin violencias, un diluvio elegante y constante, pero que durase más de cuarenta días, porque como todo el mundo sabe aquel diluvio del que nos habla la Biblia no es más que un bello ejercicio de mitología que hizo desaparecer a toda la humanidad excepto a Noé y su familia, pero hay demasiadas dudas razonables al respecto, pues una cuarentena lloviendo no basta para tanto. Mis abuelos me contaban que, antes -y cuando decían “antes” se les volvían los ojos como recordando la prehistoria- llovía y llovía sin descanso no durante cuarenta días, sino durante todo el invierno. Los hombres, decía mi abuela con pesar de ama de casa inadaptada en aquel trance, todo el santo día de puertas para adentro, sin saber qué hacer, asomándose a las ventanas para mirar las canales inagotables, el barro en las calles, las correntías por los postigos, apesadumbrados por los estragos que imaginaban en el campo sin poder ir.

En muchos países que no son precisamente el nuestro llueve cualquier año durante más de cuarenta días, otoños e inviernos casi enteros prorrogando la lluvia casi eterna, quince días ahora y otros quince días después, y cuando parece que va a clarear, otros quince días más, y así hasta que el año abre y la lluvia es un recuerdo hermoso que inspira a los artistas.

La mitología, que es la ciencia de mentira, la literatura de lo insondable, el arte de contar lo que no se ha comprobado pero se quiere imaginar, jugó siempre con el mágico número cuarenta: cuarenta días de lluvia, cuarenta años por el desierto, cuarenta ladrones. Pero ahora que nadie cree ya en los mitos el cuarenta es claramente insuficiente. Hace falta una lluvia persistente que limpie más allá de lo superficial, de lo visible, de lo evidente. Hace falta una lluvia que penetre en las conciencias, que empape mucho más de lo acostumbrado, que licue las barreras entre quienes creen llevar la razón y quienes no ven nada razonable, entre quienes creen tener la varita mágica para arreglarlo todo y quienes no le ven la solución a nada. Hay una costra de suciedad vergonzosa que nos separa a unos de otros, que nos impide creer no ya en los milagros, sino ni siquiera en la voluntad colectiva, porque cada cual va en su propia arca.