Creo que fui el primer crítico de flamenco que vio venir lo poco necesaria que iba a ser la crítica tal y como la conocíamos, en parte por la creación de internet y de las redes sociales. Hace tiempo que dejé de hacer crítica de espectáculos en este periódico y apenas me ocupo de novedades discográficas o literarias, porque ya los artistas tienen sus propios medios para darse autobombo. Cuando el cantaor acaba un concierto o recital, enseguida cuelga en su muro de Facebook lo bien que ha estado y lo bueno que era el público que soportó su lección de cante. “Me visitaron los duendes”, le leí una vez a un conocido cantaor. Después de esto, ¿qué puede decir un crítico? Nada, porque si no has visto los putos duendes y dices lo que sientes, el cuñado, el hermano, el padre o la mujer del cantaor te pueden poner a caer de un burro o amenazarte con cortarte los cataplines si dices que desafina como la mohosa rueda de un carrillo de mano. Empecé a reciclarme hace años y hoy dirijo un periódico digital de flamenco de éxito y me dedico a la investigación y la docencia. Sigo creyendo en la buena crítica flamenca, pero, salvo en alguna ocasión especial, difícilmente me volverán a ver en un teatro para hacer una crítica. Prefiero el columnismo diario, el análisis del día a día de lo que va ocurriendo en el país y disfrutar de esta música en peñas, reuniones de aficionados o en casa.
Llegados a este punto, pido perdón a todos los artistas lastimados en estos cuarenta años con mis críticas, por el daño causado e ir de Capitán Trueno, de salvador de un arte que no solo no se va a perder nunca, sino que crece cada día gracias a los nuevos artistas. Muda la piel, eso sí, como una serpiente, pero no se perderá. El cante de hoy no es el de hace medio siglo, claro, y parece que eso no nos gusta. Añoro el cante de Mairena, Caracol, Lebrijano o Morente, y, seré sincero, me aburren soberanamente la mayoría de los intérpretes actuales. Esto está así y no es por culpa de la crítica, sino de ellos, que estudian poco y calcan peor todavía. Sacio mi necesidad diaria de buen cante recurriendo a la discografía y acudiendo de tarde en tarde a alguna peña para escuchar a Perico el Pañero o Manuel Cástulo, que no intentan venderme la moto. Me habré vuelto un deleznable purista, un aburrido, pero no soporto ya a esos genios que hablan de “mi música” como si lo hicieran del coche o la pesca deportiva. No quieren críticos que señalen su ojana, la falta de compás o de originalidad, solo a palmeros que reciben lisonjas de ellos mismos, los genios, en sus muros de Facebook. Viva el flamenco, pero que viva libre y salvaje.