Hace poco más de un siglo, el artista francés Marcel Duchamp se rebeló contra las anquilosadas normas del arte exhibiendo un urinario que le había enviado una amiga en una exposición neoyorquina. El gesto lo convirtió en un revolucionario, pues la modernidad nos ha enseñado desde entonces que todas las revoluciones importantes no se basan en hechos, sino en gestos. Hay quienes consideran a Duchamp el artista más influyente del siglo XX, por lo que simboliza, supongo, o por haber sido capaz, un siglo después, de generar copias de sí mismo como hizo Warhol con sus populares secuencias. El caso es que las copias, que ya no deberían tener gracia, se siguen sucediendo, y el año pasado, sin ir más lejos, el artista italiano Maurizio Cattelan expuso, de nuevo en Nueva York, un wáter de oro de 18 kilates que los propios visitantes del museo podían utilizar si se iban de vientre. El wáter estaba valorado en algo más de un millón de euros. Y lo más sorprendente de la película es que lo robaron, dos años después, de Blenheim Palace, la mansión donde había nacido el ministro británico Winston Churchill, el gran estratega que ganó el Premio Nobel de Literatura por, entre otras grandes obras, haber dejado para la posteridad la frase “Sangre, sudor y lágrimas”. Todo muy coherente.
Pues bien, resulta que Cattelan, el del wáter de oro, se ha superado a sí mismo exponiendo ahora un plátano que no lo es, pero como si lo fuera, porque se ha vendido por unos 120.000 euros. Como lo leen: un plátano pegado a la pared con cinta adhesiva. Exactamente eso. Un plátano comprado en una tienda de Miami. Pero no es un plátano cualquiera. Es un símbolo, dice su creador, y no me refiero a quien sembró la platanera, sino a este artista capaz de venderlo por tamaña cantidad solo con pegarlo a la pared. Aquí en Andalucía a esta clase de artistas lo llamamos artista de otra manera, así, en cursiva. El artista total.
Porque el plátano lo que simboliza es la capacidad de la sociedad moderna para que le den gato por liebre, el generalizado talento para la frivolidad a la máxima potencia, nuestra epistemológica costumbre de enaltecer con gusto a ese niño (o niña) del cuento de siempre que nos señala con su dedito que el rey sigue desnudo, como siempre.